31.7.08

Alejandro Aura, amor, letra; nostalgia


Hoy 30 de julio, a las cuatro y media de la tarde de Madrid, Alejandro se fue y en este blog que le hizo seguir adelante cada día nos dejó sus palabras para siempre.


Alejandro es su mirada, su voz, el lenguaje que fluye por sus labios.
Es la sonrisa, el amor, la palabra.
El amigo.
Y será por siempre la nostalgia.

Pedro Díaz G.
http://www.elpedrodiazg.blogspot.com

DESPEDIDA

Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.

¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.

Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.


Alejandro Aura

22.7.08

Del olvidado baúl a la montaña



Pedro Díaz G.

Alpinista desde la adolescencia, Andrés Delgado partió hace más de un mes a la cordillera del Himalaya, donde se ubican las montañas más altas del planeta: todos los ochomiles.

El Cho Oyu ha traído para él una de las satisfacciones más grandes de su historia: tres veces ha alcanzado la cumbre, en estos días. La última, apoyando a Alejandro Ochoa.

Cuenta Andrés, gracias a la computadora portátil que le acompaña, junto con un teléfono satelital desde el que informó sus cumbres, su relato más intenso. Lo escribió el 25 de abril (de 1999).

“Como en una última prueba, la cúspide del Cho Oyu posaba su sombra sobre mí. Sólo podía imaginar y recordar lo que era el calor. El frío me estaba agotando. Las pestañas se me pegaban con el hielo en cada respiración; tenía toda la cara helada. Casi inconsciente me escuché decir algunas palabras… ‘por favor Dios, que pare el viento’… ‘sal solecito por favor’.

El dedo índice de mi mano izquierda había dejado de sentirse hacía unos minutos; me estaba desesperando, me estaba congelando: el frío dolía demasiado.

Decidí darme la vuelta y emprender el regreso, la cumbre ya no importaba. Pero no podía volverme, algo más poderoso en mi mente me llevaba hacia arriba. Terminé el helero superior y comencé a avanzar sobre una franja rocosa. Sabía que estaba a 8 mil 100 metros de altura. Tan sólo faltaban 100 metros más… Sabía que superando estas piedras el sol me golpearía con toda su intensidad y probablemente el viento no soplara bajo el sol.

Un último chirrido de los crampones de metal sobre la roca dio paso a la planicie somital del Cho Oyu. Ya sólo tenía que cruzar los 800 metros casi horizontales que me llevarían a la cumbre. El sol brillaba en toda su intensidad, me deslumbraba y me calentaba. El dolor de las manos al calentarse, cuando la sangre vuelve a llenar los pequeños capilares, me despertaba del letargo helado. Estaba casi en la cumbre. A pesar del sol, el viento no paraba. Ya sólo me quedaba andar esa planicie helada que lleva de 8 mil 100 a 8 mil 201 meros.. Quizás, mentalmente, la parte más difícil de toda la escalada.

Más de diez veces me juré que no daría un paso más. Por momentos el viento parecía amainar y yo volteaba al cielo para dar las gracias. Por fin, un último montículo nevado frente a mí. Esa seguro era la cumbre, lo sabía. Di los últimos pasos hasta la cúspide. Desde allí vi otro más, una cumbre más… Ya no tenía voluntad para resistirme a mi deseo, resigné mi cuerpo y mente a mi mayor necesidad de triunfo. Me encaminé hacia la cima del Cho Oyu.

De pronto frente a mí comenzó a aparecer una pequeña cruz de aluminio enredada en escarpadas imágenes budistas, sagradas. Alcé la mirada y vi el Monte Everest. El viento seguía golpeándome pero ahora parecía música al cortar mi cuerpo helado. Giré sobre mi eje y no vi más montaña hacia ningún lado, sólo había cielo frente a mí. ¡La cumbre del Cho Oyu era tan hermosa!

Volteé hacia arriba, hacia el sol, abrí los ojos hasta que sólo vi un gran astro incandescente, levanté las manos aún aferrado a los piolets y grité con toda mi alma ¡gracias Dios! Como un eco resonaron algunas palabras fugaces en mi mente, no sé si las escuché salir de mi boca o sólo las imaginé: papá, mamá, Santi, Mónica, Santigauito, Cristi… las lágrimas empañaron los goggles que me cubrían del viento y el reflejo.

Me hinqué y saqué algunas fotografías. Me saqué una ‘autofoto’ en la cumbre. Cinco minutos más tarde emprendí el descenso. El éxtasis y la bendición daban paso al frío y tenía que bajar. Eché una última mirada al Everest, levanté la mano derecha y saludé a todos mis amigos que intentan escalarlo en estas mismas fechas. ‘¡Suerte!’, les dije, y comencé a bajar”.

1998.