5.2.08

Y no fue en defensa propia

En las últimas semanas, y con la idea de extraer de la historia algunos datos de los Juegos Olímpicos México 68, me di a la tarea de buscar aquellos primeros textos. Ya ha pasado algún tiempo, pero las bóvedas que conservan la hemerografía del país no dejan de remitirnos a nuestras propias entrañas. Este es el sexto o séptimo trabajo que publiqué en toda mi vida. En 1987 participábamos en un taller de crónica impartido por Huberto Batiz en el Museo Carrillo Gil, y tras leer una docena de crónicas, el maestro escogía las publicables. Y entonces: el orgullo de tu firma a doble pleca, de tu texto enmarcado; el relato cronicado, el codearte con firmas como la de Humberto Ríos Navarrete, Amilcar Salazar, Josefina Estrada, Guillermo Vega, Naief Yehia, Guadalupe Loaeza... Y el pago, de 15 mil de aquellos olvidados pesos. Uy, me gana la nostalgia... Se los dejo.


Pedro Díaz G.

Con la seguridad que da la costumbre, ese día El Chemo y su banda cruzaron cuidadosamente cada carril de Plutarco Elías Calles, Eje 4 Sur, para llegar con aires de poder a la tienda de Trini.

Semanas antes habían comenzado a visitar esta miscelánea en plena colonia Moderna. Nunca compraban, y, sin embargo, se surtían exigiendo:

—Qué onda, Trini, ya llegamos por nuestras chelinas. Discútase, ¿No?

Por sus casi seis décadas Trini no podía más que acceder a la petición que los jóvenes pachecos, activos y medio pedos le hacían y con tono maternal cada domingo y algunas veces entre semana, les decía:

—Sí, hijos, llévenselas. Ái luego me las pagan –convencida de que esto nunca sucedería.

Siempre atendía ella el pequeño changarro. Sólo muy de vez en cuando le ayudaba alguno de sus hijos. Este domingo fue diferente. El Púas, hijo menor de Trini, de 19 años, estaba detrás del mostrador cuando llegó la banda.

-Qué onda, maestro. Rólate unas kawasakis.

Y sin esperar respuesta abrieron el refrigerador que contenía los envases con los seis grados de alcohol que con ansia loca buscaban. Sin respirar siquiera tomaron unas caguamas y dos que tres six y salieron hacia su barrio, San Pedro Iztacalco.

El hijo de Trini no pudo controlar la impotencia, el coraje, el encabronamiento, y sin pensarlo salió en busca de su mercancía. A sólo dos pasos de la tienda El Púas quiso arrebatar la bolsa donde habían guardado las cervezas, pero uno de los chavos arremetió contra él pese a lo lento de sus reflejos y no más de dos segundos era toda la banda la que se lo surtía, sabroso.

Pero por los gritos de algunos niños, el esposo de Trini se dio cuenta de lo que sucedía y salió de su casa para ayudar al agredido. Luego de algunos minutos, no más de tres, el señor dio un codazo a El Chemo, justo en la barbilla. Fue suficiente para que perdiera el control y se proyectara contra la estructura de concreto que sostiene los postes del eje vial.

Y todo fue silencio. El Chemo no se movía. Sus cuates intentaban ayudarlo. Todos se preocuparon.

—No lo muevan –decían algunos.

—Ya llamamos a la ambulancia –otros.

Horas más tarde, El Chemo moría en el hospital. Y por unos cuantos metros, del interior de la tienda al poste, el esposo de Trini fue detenido y acusado de homicidio en la vía pública y no exonerado por defensa propia.

Ahora está preso.

Trini no se preocupa por su marido.

—No lo extrañaremos. Casi nunca estaba con nosotros.

Y con desenfado:

—Era medio gandalla.

En el velorio de El Chemo, hermanos y cuates de la banda dijeron:

—Vamos a matarle un hijo a Trini; vamos a quemarle la casa para que estemos a mano.

Lo juraron.

Y eso sí le preocupa.




4 de septiembre, 1987

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