9.9.08

Los habitantes del túnel 29


Pedro Díaz G. 
El Universal 

Domingo 09 de septiembre de 2001 




Mayo de 1985. Tiene un nombre la tragedia: túnel 29. Y una historia, que inicia el 23 de mayo, cuando un primer encuentro de la final del futbol nacional, entre América y Universidad, termina con empate a uno en el estadio Azteca (goles de Carlos Hermosillo y Alberto García Aspe). Noventa mil aficionados asisten al llamado Coloso de Santa Úrsula. Un segundo partido será en el estadio de Ciudad Universitaria, tres días después.

Y allá va la multitud, pintarrajeando vagones del metro, destruyendo camiones. Gritando en coro el triunfo por venir. Ingresan primero los porros y pronto llenan el inmueble. Cuando la orden es que nadie más entre al México 68, aficionados buscan los últimos recovecos y, apoyados por otros, comienzan a escalar a toda velocidad las paredes de piedra volcánica. Pasillos y tribunas se cubren, entonces, de sonrisas: porque los vendedores no pueden avanzar un sólo paso, entre el gentío; porque ya en la zona sur inician los primeros brotes: seguidores del mismo club hacen una escaramuza; porque el partido está por iniciar...

Muchos fanáticos entran sin boleto y mientras en la gramilla de juego los futbolistas aflojan los músculos, en las bocas del estadio comienza un peligroso forcejeo. La muchedumbre pretende ingresar por la fuerza. ¿Cómo, si el estadio está completamente lleno? Así, a empujones.



* * * 

Esta temporada Universidad llega a la final como superlíder: más partidos ganados, mejor ofensiva, noveles y dinámicos jugadores. Falta coronar la campaña con el título. América, el equipo grande, el de los recuerdos millonarios y grandes contrataciones, el de los "cracks", asiste con la convicción de que su experiencia les dará el triunfo.

Todos, en la semana, buscan un boleto para la final. La afición el domingo se vuelca al estadio Olímpico. Desde muy temprano decenas de camiones son secuestrados por los porros. La policía, atada ante lo numeroso, no tiene más remedio que escoltarlos hacia las puertas del México 68. Estudiantes y maestros ingresan sin boleto, apenas muestren su credencial.

Para evitar desmanes, granaderos y policía montada tratan de controlar el acceso a los porros, a quienes despojan de cinturones, fruta, periódicos y todo aquello que pueda ser utilizado como proyectil. Quienes evaden el cerco policiaco comienzan a trepar por las paredes. A las 11:00 horas, una hora antes del partido, el estadio está colmado. El sobrecupo es evidente: los bordes lucen saturados. En las gradas hay prácticamente el doble de aficionados. Los túneles también son ocupados; accesos cerrados. Cientos de personas las crónicas revelarán 20 mil con boleto pagado quieren entrar. No será posible. Se agolpan en las rejas de los túneles. En el 29 sucede lo increíble: juntos, apretujados, sin espacio suficiente para apenas respirar con cierta tranquilidad, la masa humana y esa su sicología sin sentido comienza a hacer la ola, ahí, enmedio de la nada, en ese sitio en el que poco sucede: ni un paso hacia adelante, ni uno atrás. Ni uno a los costados. Y los gritos, y el llanto de pequeños con espanto...

Es tanta la presión de la gente que, pronto, convertida en avalancha humana, arrolla todo lo que encuentra a su paso. Caen al suelo los habitantes del túnel 29...

La muchedumbre comienza a empujar, la barrera cede y en tropel se introduce, aplastando a las personas. Nada se sabe, en este momento, de la tragedia. Inicia el partido.

Un estruendo sacude al estadio. La gente ríe. Pareciera una bala de cañón apenas disparada. No es así, es un tanque de gas que ha estallado en un puesto ambulante de tacos.

En el campo de juego, las acciones transcurren, deportivas. La pasión en las gradas aflora. Atacan las porras. Las de la UNAM, como siempre, bajo el palomar; la de los rivales debajo del pebetero...

Son claras las agresiones. La porra universitaria va hasta la de los americanistas, a quienes arrebatan inmensas banderolas, con las que corren, de uno en uno, ante la complacencia de la gente, que abre camino donde nadie pasa, sólo aquel que enarbole la bandera enemiga. Después, una vuelta olímpica por las gradas, hasta llegar a la zona del pebetero, donde son quemadas, al tiempo en que son lanzados infinidad de improperios a los adversarios.

Un globo de papel de china con la imagen del puma se eleva. Resuenan las porras en emotiva fiesta. Nadie lo intuye, pero se ha ocultado la tragedia para no empañar el festejo que propone la final.

El partido termina con empate a cero. Ambos cuadros corren a los vestidores. El sonido enmudece. La gente inicia un desconcierto. Cree que va a haber tiempos extra, o, cuando menos, tiros de penal. Pero nada: la mayoría desconoce la existencia de un tercer partido, en caso de empate. En este caso.

Al salir, la multitud queda desconcertada: en la explanada hay ya decenas de ambulancias de la Cruz Verde. Se piensa en los apoyos para atender insolaciones, en algún desmayo, en gente golpeada.

Pero la historia es otra y tiene tintes de tragedia. La turba derriba puertas de metal, atropella a los indefensos, aplastadas mueren ocho personas tres niños y 70 más sufren heridas.



* * * 

El lamento es colectivo. Pero no hay tiempo para el duelo: el partido termina sin goles pero el negocio debe continuar. La final se prolonga hasta Querétaro, en donde se disputa un tercer partido, donde el América termina con la victoria por 3-1 (dos de Brailovsky y uno de Hermosillo; Ferreti anota por los universitarios), y es campeón.

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