18.5.25

Historia del deporte en México: 1984, el deporte como voluntad

 

Pedro Díaz G.


Hay años que se corren. Otros que se caminan. 1984 se pedalearía.

Desde enero, cuando Francesco Moser quebró el tiempo sobre la pista del velódromo olímpico, México entendió que ese no sería un año de euforias fáciles, sino de resistencia precisa. Porque el récord no es solo un dato: es la expresión física de una voluntad. Y si algo exigió 1984, fue eso: voluntad.

Voluntad para mantenerse firme —como los anabistas que volvieron a jugar beisbol a pesar del veto y la burocracia.

Voluntad para competir y romper marcas —como Ernesto Canto, que borró el tiempo de Daniel Bautista con la seguridad de quien no solo entrena, sino honra.

Voluntad para retirarse con decencia —como Arturo Guerrero, que dejó el baloncesto con más puntos que ruido.

Y voluntad para decir no —como Aurelio López, que prefirió un diamante modesto en Oaxaca antes que renunciar a su dignidad.


Fue el año de Los Ángeles, sí. De podios y banderas.

Pero también de espacios invisibles, de pequeñas batallas ganadas en la oscuridad de los despachos o en la memoria de la calle.

De jóvenes que emergen —como Carlos Mercenario, como Jesús Mena, como Daniel Aceves— y de veteranos que entienden que no siempre se gana con medalla, sino con congruencia.


1984 fue un año fundacional.


No en cifras.

En sentido.


1984: Francesco Moser y la hora perfecta

18 de enero. Ciudad de México.


Desde temprano, el velódromo olímpico se llena. No hay fiesta oficial, pero sí un murmullo creciente. “¡Pancho!”, gritan los que ya lo reconocen. Y Francesco Moser, el ciclista italiano que carga con su propio mito, responde con la sonrisa de los que saben lo que están a punto de hacer. No es una carrera. Es una cita con la historia.


Viene por lo que pocos se atreven: romper récords mundiales en altitud, en una pista que guarda todavía el aliento de 1968. Y si hay una ciudad en el mundo con aire fino y promesas veloces, es esta.


Moser sube a la pista con determinación quirúrgica. No hay espacio para error. Su cuerpo, su bicicleta, su pulso: todo está calibrado.


Y lo logra.

Uno por uno, los va derribando:


5 kilómetros en 5:48.244


10 kilómetros en 11:39.720


20 kilómetros en 23:30.848


Y finalmente, la prueba reina: la hora.

Detiene el cronómetro en 50 kilómetros, 808 metros y 243 milímetros.

Supera por fin la barrera de los 50 kilómetros con un tiempo final de 59 minutos, 02 segundos y 125 milésimas.


El público estalla. El aire se quiebra. El velódromo vuelve a ser templo.

Porque la hazaña no es solo estadística.

Es también poética: romper el tiempo sobre una pista en la ciudad más alta del circuito mundial, y hacerlo con elegancia, sin estridencia, con ese toque europeo que no olvida la humildad.


Francesco Moser —al que aquí llaman Pancho— no solo deja marcas. Deja una lección:

el cuerpo humano, cuando se entrena con propósito, puede domar hasta al cronómetro.


Y así, con los músculos aún tensos y los cronistas aún escribiendo, arranca el año olímpico en México.

Con récords.

Con aplausos.

Y con la certeza de que la historia no espera. Se pedalea.






1984: Una batalla llamada beisbol


21 de marzo. Ciudad de México.


La primavera llega con el sonido seco de un bate. No hay ceremonia, ni orquesta, ni fuegos artificiales. Hay lucha. Y hay beisbol.


Esa tarde, los anabistas —peloteros que militan en la Liga Nacional de Beisbol, una organización joven, disidente, terca— regresan al Parque del Seguro Social después de años de silencio, marginación y pleitos jurídicos.


Han enfrentado todo: burocracia, presiones, reglamentos a modo, dictámenes ambiguos, silencios incómodos. Pero hoy, por fin, vuelven al diamante.


Juegan Alacranes de Durango contra Metropolitanos del Distrito Federal.


No hubo tiempo para cartelones ni boletaje anticipado. Anoche no sabían si habría juego. Pero hoy están aquí ocho mil personas, reunidas por algo más que una entrada gratis: por el derecho a jugar y ver beisbol sin ataduras.


La tribuna late con cada out. Cada jugada es una declaración.


Al final del partido, el asesor jurídico del circuito, Mariano Albor, toma el micrófono y dice lo que todos piensan:


“Podríamos perder la guerra, pero el placer de ganar esta batalla nos llena de profunda emoción y alegría.”


La ovación no se mide. Se siente. Es un grito contenido de años.


Pero la historia no permite finales felices tan pronto.


Horas después, llega una multa. El joven circuito ha sido acusado de entregar el estadio 15 minutos tarde y de dejar basura, aunque no hubo venta de alimentos. Se les aplica una sanción ejemplar. No se discute. Se impone.


No habrá un segundo juego.


El partido programado para el 28 de marzo es cancelado. Otra vez, por trámites, por permisos negados, por “condiciones no favorables”.


Y entonces ocurre algo distinto. Algo hondo.


Miles de aficionados protestan afuera del estadio cerrado. Quieren entrar. No pueden. Gritan. Reclaman. Algunos amenazan con cerrar la avenida Cuauhtémoc. Pero los abogados de los beisbolistas los frenan. Piden mesura. Inteligencia.


Y el gesto más hermoso sucede en silencio:


Los mismos aficionados, espontáneamente, se organizan. Juntan dinero. Pagan desplegados en los periódicos para denunciar la injusticia.

Lo hacen por convicción. Por memoria. Por lealtad a un deporte que, más que espectáculo, es cultura. Identidad. Barrio. Familia.


El beisbol no se rindió esa tarde.

Jugó.

Perdió el estadio.

Pero ganó otra cosa: el respeto de la calle, el corazón del pueblo, la épica sin medalla.


Y eso —en un país donde tantas causas mueren entre escritorios— es más que un triunfo. Es un acto de dignidad.




1984: La marcha se afila para Los Ángeles


Marzo–junio. De Guadalajara a Noruega.


El año olímpico no espera. Ni concede margen para dudas.

Y en el mundo de la marcha, cada kilómetro se convierte en advertencia.


Guadalajara abre el calendario.

Raúl González, el hombre del paso sostenido y el orgullo norteño, vence en los 20 kilómetros con un tiempo de 1:25:14.

Detrás de él, con cierta distancia, llega Ernesto Canto (1:26:35), y tras ellos, el checoslovaco Joseph Pribilinec, ese europeo obsesionado con el podio mexicano.


La Semana Internacional de Caminata convoca a lo mejor del continente y más allá: alemanes, cubanos, guatemaltecos, colombianos, venezolanos, estadounidenses. Pero es México el que manda.


Y para que no haya dudas, los 50 kilómetros son puro tricolor:

Raúl González, oro.

Ernesto Canto, plata.

Martín Bermúdez, bronce.

Raúl, además, se embolsa mil dólares y una marca sólida: 3:50:54.


Pero la verdadera competencia está más lejos. En el calendario y en el mapa.


Los andarines mexicanos se embarcan hacia Europa.

Félix Gómez no viaja. Una operación en la rodilla lo obliga a hacer pausa.

La caminata, como la vida, también exige sacrificios.


RDA: Prueba alemana

El 2 de mayo, en Nourbring, República Democrática Alemana, los locales demuestran que también caminan para algo más que trofeos.

Ronald Weigel, con potencia y cálculo, se lleva los 50 km en 3:43:25.

Su compatriota Hartwig Gauder es segundo.

Raúl González, esta vez tercero, cierra con temple. Le sigue, pegado, Martín Bermúdez. No hay derrota, hay pulso.


Noruega: el rugido de Canto

Tres días después, en Soefteland, Noruega, ocurre lo inesperado:

Ernesto Canto, con zancada de metrónomo y fe en la estrategia, rompe el récord mundial de 20 kilómetros:

1:18:39.9

La marca anterior, 1:20:16, era de un mexicano legendario: Daniel Bautista.


Pero Canto no se conforma.

También rompe el récord mundial de la hora, al cubrir 15 kilómetros con 46 metros.

Raúl González, cuarto. Bermúdez, séptimo. Enrique Vera, octavo.


México no solo compite. Impone.


Y entonces, Canto no duda.

No es arrogancia. Es certeza:


“Voy a ganar la medalla de oro en los 20 kilómetros de Los Ángeles.

Y desde ahora la dedico a Daniel Bautista, a quien le despojaron de la suya en Moscú.”


La frase viaja más rápido que sus pasos.

Ya no es solo una promesa. Es un desagravio histórico.


El nombre nuevo: Carlos Mercenario

Pero mientras los reflectores iluminan a los grandes, una sombra joven se mueve con elegancia.


15 de junio, en el VII Encuentro Atlético Santiago Nakasawa, ocurre la revelación:

Carlos Mercenario, juvenil mexicano, gana los 10 kilómetros con un crono de 44:11.01.


Los expertos no lo dudan: ese muchacho tiene madera.

Y lo confirma semanas después en el Campeonato Centroamericano Juvenil, en San Juan, Puerto Rico, ganando de nuevo la misma prueba.


Todavía no es olímpico.

Todavía no es figura.

Pero ya camina como si el futuro le perteneciera.


1984 no solo es el año de los Juegos.

Es el año en que la marcha mexicana se pule, se exige, se afila.

Y se prepara para dar el paso más grande de su historia.





1984: La delegación de los justos


Julio. Comité Olímpico Mexicano.


Los números son modestos. La expectativa, contenida.

Pero la ceremonia, como cada cuatro años, guarda su solemnidad.


El 16 de julio, el presidente José López Portillo —ya en su último aliento de sexenio— entrega el lábaro patrio al atleta que encabezará la misión olímpica mexicana: Ivar Sisniega, pentatleta, símbolo del deportista completo, del esfuerzo polivalente.


A su alrededor, apenas 50 atletas presentes.

El resto se entrena. Se concentra. Se aísla.


México irá a Los Ángeles con 101 deportistas.

De ellos, 92 clasificaron por méritos deportivos: marcas mínimas, tiempos oficiales, criterios técnicos.

Cinco serán subsidiados por el Comité Olímpico Internacional.

Cuatro más, inscritos como suplentes.


En total: 101 atletas.

Pero lo más llamativo no es la cantidad.

Es el costo.


Por primera vez, el Comité Olímpico Mexicano no carga con el gasto mayor del envío.

Mario Vázquez Raña, presidente del organismo, lo dice sin rodeos:


“Es la primera vez que el Comité no gasta tanto en el envío de atletas.”


¿La razón?

El patrocinio privado.

Tarjetas de crédito, marcas, acuerdos comerciales.

Uno solo de esos convenios —informa— aportó 250 mil dólares.

El costo total para el COM fue de apenas 70 mil.


Es el modelo mixto, el experimento del deporte como producto.

Y a la vez, una señal de los tiempos: el alto rendimiento ya no es sólo asunto de Estado.


Pero Vázquez Raña, hombre pragmático y político en voz baja, suelta una advertencia con carga de futuro:


“Tenemos que seguir luchando no sólo por mejorar la calidad de nuestros atletas, sino para contar con una mayor cantidad de ellos.”


Y remata:


“Por ahora existe una carencia muy grande de atletas.

El día que logremos resolver el problema de la promoción masiva, cumpliremos con un deseo general y con el objetivo principal de nuestro deporte.”


La frase flota en la explanada del Centro Deportivo Olímpico Mexicano, donde el abanderamiento no es sólo un acto simbólico.

Es también un diagnóstico.


México irá a los Juegos Olímpicos sin derroche, sin delegación inflada, sin promesas exageradas.

Irá con lo que tiene:

101 atletas.

Un presupuesto contenido.

Y la esperanza —una vez más— de que el esfuerzo individual se imponga sobre las estructuras precarias.


La historia comienza a escribirse.

Los Ángeles espera.


1984: Aurelio López, la lealtad por encima del diamante

Por Pedro Díaz Gutiérrez

Octubre. Tecamachalco, Puebla.


La Serie Mundial de 1984 no solo coronó a los Tigres de Detroit. También dejó a México una de sus más hondas lecciones de dignidad deportiva.

El protagonista: Aurelio López, brazo firme, voz clara, carácter innegociable.


Detroit enfrenta a los Padres de San Diego. La serie va 3-1. El quinto juego se antoja definitivo. Y cuando la ofensiva californiana amenaza con resucitar, entra al montículo un relevista mexicano, con la calma de quien lanza no solo por su equipo, sino por un país.


Aurelio López sube al diamante con ventaja mínima: 5-4.

Lo que hace en la loma roza la perfección: retira a siete bateadores, poncha a cuatro, y se lleva la victoria, sellada con marcador final de 8-4.

Detroit campeón.

López, sexto mexicano en jugar una Serie Mundial, se convierte en el primero en ganarla con una actuación decisiva.


Pero la historia no termina ahí.


Dos días después, Puebla lo recibe como héroe.

Hay homenajes, discursos, aplausos. En la capital del estado y en su natal Tecamachalco, todo es júbilo. Lo abrazan como si hubiera lanzado por la selección. Y en cierto modo, lo hizo.


Porque el verdadero pitcheo de Aurelio vino después.


En medio de la euforia, sorprende a todos con una declaración que retumba más fuerte que cualquier recta:


“No jugaré con los Tomateros de Culiacán en la Liga Mexicana del Pacífico. Prefiero lanzar en una liga modesta del Istmo, en Oaxaca, antes que ir con los patrones represores.”


Se refiere al veto impuesto por los dirigentes de la Liga Mexicana de Beisbol y la Liga del Pacífico contra los peloteros afiliados a la Anabe (Asociación Nacional de Beisbolistas).

Un castigo silencioso, disfrazado de política interna, que marginó durante años a jugadores que simplemente pedían condiciones laborales justas.


Aurelio no lo olvida.

No traiciona.


En vez de vender su fama recién ganada, honra su historia y su gremio.


Y entonces aparece una voz que lo entiende sin adornos.

José Octavio Cano, en El Nacional, lo escribe con el filo que merece:


“Aurelio no olvida ni su origen ni a sus compañeros y amigos de la Anabe, que mantiene precariamente la dignidad del pelotero de México.

Al exhibir su hermoso, legítimo concepto de la lealtad, Aurelio López muestra una hombría que no entenderán los demás…”


No se puede lanzar más recto.


Aurelio ganó una Serie Mundial, sí.

Pero sobre todo, ganó la memoria de su clase.

Y en un país donde tantas veces el éxito invita al olvido, él eligió recordar.



1984: El año en que la gloria fue colectiva

Por Pedro Díaz Gutiérrez

1984 fue año de Juegos Olímpicos.

Pero también fue un año donde el deporte mexicano reveló su verdadera riqueza: no solo los podios, sino los caminos. No solo las marcas, sino los gestos. Fue un año de atletas en plenitud, de jóvenes que asomaban, de héroes que decidieron no traicionarse y de retiradas con la frente en alto.


A nivel olímpico, México viajó a Los Ángeles con 101 deportistas, una delegación austera, pero cuidadosamente integrada. Ernesto Canto y Raúl González marcaron el pulso de una marcha que se volvió emblema. Carlos Mercenario irrumpió con fuerza juvenil. Ivar Sisniega, desde el pentatlón moderno, ondeó el lábaro nacional. Youshimatz, en bicicleta, y Daniel Aceves, en la lucha, representaron con brillantez la diversidad de disciplinas en las que México aún peleaba.


Julio César Chávez se coronó campeón del mundo en peso ligero junior y encendió la mecha de una carrera mítica. Aurelio López ganó la Serie Mundial con los Tigres de Detroit y rechazó jugar en México por solidaridad con la ANABE, dejando un ejemplo de lealtad pocas veces visto en la historia del beisbol nacional.


Jesús Mena, a sus 16 años, confirmó que el futuro en los clavados tenía nombre.

Daniel Aceves venció a Cuba en el torneo Clark Flores, rompiendo hegemonías.

Gregoria Gutiérrez, desde la silla de ruedas, sumó ocho medallas paralímpicas en Inglaterra y ganó con justicia el Premio Nacional del Deporte.


En las pistas de México, Maricela Hurtado y Gerardo Alcalá ganaron la segunda edición del Maratón de la Ciudad de México, mientras Arturo Guerrero, leyenda viva del basquetbol, se retiraba tras casi dos décadas de encestar sueños.

Y mientras unos se despedían, otros comenzaban una nueva etapa: Raúl González, el campeón de la resistencia, se convertía en subsecretario del Deporte en Nuevo León.


Se premió también la constancia: Jerzy Hausleber, el entrenador que cambió la historia de la caminata, fue condecorado con la Orden del Águila Azteca, máxima distinción que México otorga a un extranjero.


Detrás del escenario, el modelo deportivo cambió de rostro. La delegación olímpica fue financiada casi en su totalidad por patrocinadores privados. El Comité Olímpico Mexicano, por primera vez, no cargó con la mayor parte del gasto.

Fue también el año en que el Real Madrid puso los ojos en Hugo Sánchez, y el Atlético, ahogado en deudas, comenzó a soltar a su ídolo.


1984 fue año bisagra.

Año de consolidación, de transiciones, de medallas que hablaron, y también de silencios que pesaron.


Porque hubo una generación que decidió no callar ni venderse.

Y otra que ya venía empujando desde atrás.


El oro, en 1984, no solo brilló en el cuello.

Brilló también en la espalda recta, en la palabra firme, en la lealtad sin precio.





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