19.1.10

Donde las esperanzas se acaban


Pedro Díaz G.

•Sigue la Cobertura Especial

La tragedia es narrada por diversos medios; a varias voces.

Haití ha llamado la atención del mundo. Se extingue.

Cientos de periodistas, voluntarios o soldados han llegado al área devastada. Y desde ahí cuentan al mundo sus vivencias. Pasan las horas del día intentando reconstruir un país que no existe más. Y uno de los medios más inmediatos para narrarlo es el blog, esa bitácora personal en la que cada uno va llenando de historias desgarradoras sus días en la isla del Caribe.

Hagamos una visita a los más íntimos momentos de quienes se desplazaron hasta Haití para devolver algo de esperanza a un pueblo que lo ha perdido todo.

Fernando Prados, un médico español, cuenta:

Puerto Príncipe (día 5). Ya tenemos todo el material médico para poder trabajar y hasta para asearnos. El problema sigue siendo el combustible. De hecho, cuando hemos vuelto al Hospital Universitario de La Paz esta mañana, el generador estaba apagado y los quirófanos no funcionaban. Por suerte, la AECI nos ha conseguido más y seguimos haciendo operaciones y operaciones.

Por lo menos ya no tenemos que echar mano de cartones y tablas, tenemos vendas, escayolas, medicinas...

Cada vez viene más gente para que los atendamos. A veces vienen ya con curas hechas en otros puestos sanitarios e incluso con informes, bueno, escritos a mano, cada uno en un idioma diciendo qué patología sufren. No sabemos de dónde salen, pero suponemos que los derivan aquí porque somos de los pocos que podemos hacer operaciones quirúrgicas y tratar patologías graves.

Aunque no tenemos sensación de inseguridad, no queremos romper las medidas de la ONU y siempre vamos acompañados. Esto dificulta muchas veces el ir a buscar enfermos a la calle porque pasa mucho tiempo desde que lo solicitas hasta que te dan la escolta.

El problema que surge ahora es dar el alta a los pacientes porque casi nadie tiene una casa a dónde ir ni gente que les acompañe. El otro día apareció un niño que alguien había dejado en la puerta y no sabíamos si tenía padres, si estaban muertos, desaparecidos... No sabíamos nada de nada. Lo atendimos claro.

En estos casos nos están ayudando unas monjas españolas que ya estaban trabajando en Haití y conocen la cultura y la ciudad. Hacen una labor encomiable buscando a algún amigo o familiar que pueda hacerse cargo de los enfermos que, por ejemplo, han sufrido una amputación pero ya están bien y tienen que dejar sitio para otros. En Madrid llamaríamos al Samur Social pero aquí confiamos en ellas.

La gente ya no tiene esperanzas de encontrar a gente con vida. Están enterradas junto a los edificios, a sus pertenencias y a sus familiares y amigos. Ahora todos están más centrados en la atención sanitaria, pero no obsesionados con las epidemias porque, por suerte, es época seca y no hay muchos mosquitos.

Sabemos de este peligro porque cuando hay una catástrofe desaparecen las medidas de control que tienen estos países que ya sufren alguna epidemia (la higiene es peor, la alimentación es escasa) y puede haber brotes, pero no hemos atendido a nadie con diarrea ni fiebre y no tiene por qué producirse.

No quiero terminar este blog sin contar lo felices que nos sentimos ayer con el nacimiento de José María. Fue un momento en que todos los que trabajamos aquí sin descanso pudimos sonreír con fundamento. ¡Cuánta felicidad trae un niño tan pequeño! Fue una alegría inmensa. El resto son complicaciones graves que tratas de arreglar pero que siguen siendo dramas hagas lo que hagas.

Por la noche, en el campamento del aeropuerto, tratamos de comentar cómo nos ha ido el día. La verdad es que cuando llegamos sólo tenemos energía para lavarnos un poco, ponernos ropa limpia, cenar un poco y dormir. Estamos tan cansados que no oímos ni el ruido de los aviones gigantes, ni el de los generadores.

Antonio Rodríguez Nogales es bombero. En su más reciente entrada, hace una propuesta:

Hora de hacer balance

Final de las labores de rescate. Los perros andan algo perdidos, siguen con su instinto de localizar a personas con vida. Su activación continúa al seguir viendo edificios derruidos. Pero ya no hay esperanzas, sólo algún milagro que en las próximas horas pueda darse. Nosotros estamos más relajados, la adrenalina desciende y notamos el cansancio acumulado. Sin ducharnos y sin descansar en un lugar decente, ahora ya pensamos en el regreso y en esperar el siguiente relevo de Bomberos Unidos.

Vienen de camino 9 miembros de nuestra unidad médica y mañana llegan otros tres más con una planta de potabilización. Hora de ir haciendo balance. Más de una veintena de personas rescatadas, tanto de forma autónoma como interactuando con otros equipos.

Las imágenes se atropellan ahora en la cabeza, pero hay una que no nos quitamos de encima: el recuerdo de la frase que nos dedicó la propietaria del hotel Montana cuando, tras trece horas de trabajo, pudimos extraerla: "Os llevaba esperando toda mi vida".

De esa experiencia, narró:

Salvamos a la copropietaria del hotel Montana

Sábado 16 de enero. 6:00 horas: Tras reconocer la población de Jacmel y no encontrar vestigios de vida, nos desplazamos de nuevo a la zona del hotel Montana. Allí, en las inmediaciones, localizamos a otras tres personas con vida. Se encuentran a varios metros de profundidad por lo que iniciamos las labores de desescombro con sumo cuidado para no provocar desplazamientos o derrumbes. Tratamos de abrir un canal.

Domingo, 17 de enero

Tras 13 horas de arduo trabajo de desescombro, logramos rescatar a una de las personas sepultadas, la cual se encuentra confinada en un hueco de vida sin prácticamente oxígeno, procedemos a estabilizarla. Está consciente pero con lesiones de diversa consideración que no la impiden identificarse y agradecer el trabajo realizado. Se trata de la copropietaria del Hotel Montana, de 63 años de edad. Una vida más. Exhaustos. Pero esa vida nos da ánimos.

El equipo sigue con fuerza.

En su testimonio desde Haití, Anthony Ayma, coordinador de un organismo llamado Concert Action, evalúa:

Hemos retrocedido 60 años

Se trata de un verdadero desastre. Inimaginable. Indescriptible. Los edificios públicos han sido destruidos. El número de casas destruidas y dañadas que he visto en las grandes arterias es muy importante. Hemos retrocedido 60 años. La recuperación será dura. Numerosas personas no pueden ser socorridas ya que se encuentran bajo los escombros, y los hospitales no pueden hacer frente a la afluencia de las victimas. El gobierno está desbordado.

Existe un esfuerzo de reorganización orientado hacía la acción, tanto por parte de las autoridades como de la sociedad civil. Pero los medios son mínimos y la improvisación domina. Una vez pasados los momentos de estupor irán aumentando considerablemente las esperas y las necesidades en los barrios: gestión de los cadáveres, problemas de salud, acceso a los refugios, al agua potable y a los alimentos… Hasta hoy, la población ha sido abandonada. Están solos. Tememos un fuerte aumento de la inseguridad y de las escenas de pillaje en los próximos días.

Mientras acabo esta carta, me informan que Jude Paul, unos de nuestros chóferes, ha muerto en la avenida Poupelard (estaba volviendo de la 8e sección). Les dejo. Hasta pronto”.

Pedro Piqueras escribe en primera persona desde Haití:

Es conmovedor leer vuestros comentarios en este blog. Leer y sentir esa preocupación por la suerte de miles y miles de niños haitianos; aquellos que se han quedado solos, aquellos que han perdido a su familia sepultada bajo un amasijo de escombros como consecuencia de este absurdo terremoto, de esta fuerza maligna de la naturaleza que nuevamente castiga, sin piedad, a los más frágiles.

Hay niños que miran, que sienten como cualquier niño, como cualquiera de los nuestros, y cuyo futuro es ciertamente oscuro por su maldita suerte ahora y por el país tan complicado en el que han venido a nacer.

Es verdad, deambulan por las calles, por los campos de refugio – algunos llorando sin cesar – y aprendiendo a sobrevivir, que es la única y gran enseñanza que reciben los desposeídos. No puedo imaginar el día a día de estos pequeños. Supongo – quisiera creer – que otros haitianos, aún en su miserable pobreza, no les dejarán morir en cualquier esquina.

Pero todo es incierto en este país, el más pobre de América; una especie de cuña africana en el caribe dominado antes por mafias esclavistas y ahora por el desorden más absoluto, por la magia y el vudú.

Sólo podemos, quienes aquí estamos, dejar constancia, alertar de esta debacle humanitaria. De este nuevo drama y que, quienes tienen poder para ello, pongan en marcha la maquinaria que acabe con esta odiosa situación.

En Haití el futuro es hostil, duro, a la contra para todos. Hoy, Puerto Príncipe es una ciudad sin ley ni orden, sin luz ni teléfono, con calles por las que tres millones de personas intentan conjurar el miedo y encontrar algo para comer. Una capital enferma que sólo espera pasar al día siguiente y que acaben los temblores de tierra. Un territorio miserable, maloliente ahora, además, en el que todavía hay muertos esparcidos en cualquier acera.

Dentro de unos días, Haití no será la primera noticia en los medios de comunicación y regresaremos a lo nuestro. Cuando ya no haya supervivientes para rescatar, volveremos a hablarles del precio de la vivienda, del IPC, del último asalto en ese larguísimo combate entre Zapatero y Rajoy y el Barça y el Real Madrid seguirán luchando por encabezar la Liga de fútbol. Y aquí, tan lejos, en el mundo del caos y el desorden, en este país tan terriblemente golpeado por las violentas entrañas de la tierra, los pobres serán más pobres y los niños vagarán en ese aprendizaje, en ese desafío tan simple y tan complicado aquí, pasar al día siguiente, sobrevivir. Esto es un horror. Según Naciones Unidas, la mayor tragedia jamás vista. Damos constancia de ello. De este castigo tan cruel, tan inmerecido, tan absurdo.

Y finalmente, crónicas desde Haití, de un “vagamundo”, Fran Sevilla, un joven que en 1983 se decidió a ser un Reportero con mayúsculas. Lo es. Escribió:

Dentro de las tragedias generales siempre hay tragedias particulares, con rostro propio, cuya suma configura aquellas otras. Y esas tragedias particulares son, una a una, las que permiten calibrar la dimensión de lo sucedido, de lo que sigue sucediendo en Haití.

La he contado en RNE y en TVE, y ahora la escribo. Un grupo de bomberos españoles se ha enfrentado a una de esas tremendas tragedias particulares. Habían localizado con vida, cinco días después del terremoto, a una niña de unos 14 ó 15 años. Estaba bajo los escombros, atrapada entre el hormigón y el cadáver de su madre.

Los bomberos accedieron hasta ella después de desescombrar y limpiar los restos que había sobre la niña. Hicieron una especie de túnel paralelo para sacar el cadáver de la madre y liberar después a la muchacha. Pero en ese momento se escucharon algunos disparos. Los cascos azules de la ONU que los escoltaban les dijeron que había que retirarse, que podía haber problemas de seguridad. Y les obligaron a replegarse a su base, dejando abandonada a esa niña. ¿Pueden imaginarse la angustia, la rabia, la frustración que sintieron?

Seis días después del terremoto todavía se rescatan algunas personas, todavía algunas aguantan, apegadas a la vida. Un lector de este blog sugería hace unos días que apostemos por la vida. Y bueno, esa debe ser la apuesta, sin duda, aunque resulte difícil no dejarse llevar por la desesperanza.

Para esa apuesta por la vida hay que estar al lado de Haití, de su gente, de quienes se han salvado pero lo han perdido todo. En varios barrios de Puerto Príncipe he leído ya letreros en los que los habitantes han escrito “Necesitamos ayuda”. Y verdaderamente la necesitan.

Y la ayuda todavía no está llegando. Supongo que resulta muy difícil organizar una operación humanitaria de tanta envergadura como debe ser la de atender a la población haitiana que lo necesita en estos momentos. En un país donde las instituciones no existen o están como desaparecidas, en un país donde la miseria de hoy llueve sobre la miseria de ayer, nada es fácil. Pero uno escucha hablar sobre la ayuda humanitaria que se está prometiendo a Haití y cuando camina por las calles de Puerto Príncipe no ve que nadie reparta nada. Y uno tiene la sensación de que hay algo que falla, de que las cosas no se hacen con la celeridad necesaria, de que se habla y se promete mucho pero se hace bastante menos.

Miles y miles de haitianos dependen hoy, más que nunca antes, del exterior para sobrevivir. No podemos dejarlos abandonados. ¿Qué podemos hacer? Cada cuál, desde donde esté, puede ponerse en contacto con ONG,s, con instituciones, con las muchas organizaciones que pueden aportar ayuda y preguntar de qué manera se puede colaborar. Creo que esa es la mejor vía para apostar hoy por la vida en Haití.

Fran se sentó ante su computadora hace unos minutos; se lee en su más reciente post:

Hoy le he preguntado a Billy cómo podíamos conseguir un casco para mí. Billy es el propietario y conductor de la moto que contraté al poco de llegar a Puerto Príncipe para moverme por la ciudad. El tráfico es caótico, se forman enormes atascos en puntos concretos porque hay zonas donde aún los escombros dificultan el paso. La mejor manera de moverse con cierta rapidez es en moto.

Durante todos estos días he viajado sin casco. Cuando por fin pude ducharme por primera vez desde mi llegada, cuatro días después, el agua salió literalmente negra porque mi pelo había recogido todo el polvo y toda la suciedad posibles. El casco ahora me protege algo. Pero la razón fundamental de haberle pedido a Billy que me ayudara a conseguirlo es para intentar pasar algo más desapercibido. Es así de crudo y real por más que me duela. En los últimos días, en algunos de los barrios por los que nos metemos, sobre todo en el centro y zonas aledañas, ya me han amenazado, ya he notado que hay gente que me mira con hostilidad. No les culpo, soy un blanco, se supone que debo llevar dinero u objetos de valor y además, después de una semana de frustración y desesperación, los ánimos están bastante exaltados. El propio Billy reconoce sentirse más tranquilo si no se ve a quien lleva en la moto.

Hoy hemos estado en distintos lugares. El primero, al que me dirijo en primer lugar todas las mañanas, es el centro de Puerto Príncipe, en los alrededores del Palacio Presidencial y de la Catedral. La primera sorpresa ha sido el aterrizaje de helicópteros estadounidenses en el jardín Palacio, donde se han establecido algunos soldados.

La zona del centro está terriblemente devastada. Allí es donde se están registrando la mayoría de los saqueos, fundamentalmente de comercios y almacenes derruidos. Hay una evidente tensión. Los incidentes se suceden, algunos incluso con disparos de la policía, aunque por lo que he visto hasta ahora, son disparos al aire, más de intimidación que con intención de alcanzar a alguien.

A diario hago un par de recorridos de unas tres horas cada uno; uno por la mañana y otro por la tarde. Quiero ver cómo evoluciona la situación en las distintas zonas e ir visitando determinados lugares.

El objetivo de los recorridos de hoy era tratar de confirmar si se está repartiendo ayuda humanitaria, básicamente agua y alimentos que resultan ya imprescindibles. Yo, desde luego, no lo he visto. En ninguna parte y he recorrido un montón de zonas. Tengo la sensación de que el supuesto reparto de ayuda, que habría empezado ayer y que hoy se habría intensificado, no es tal. Tampoco he visto a los soldados estadounidenses llevando ayuda ni patrullando las calles, aunque se ha vendido como si ya todo estuviera solucionado: la carencia de alimentos y agua y la falta de seguridad. Los soldados no van a patrullar las calles, según han dejado claro sus mandos. Así que parece que lo de reforzar la seguridad en Puerto Príncipe no está entre sus objetivos. Pero bueno, quizás es mejor así, si no daría la sensación de una ocupación. Quizás lo sea de una manera indirecta, o más bien por una vía indirecta.

Retomo: no hay reparto de ayuda humanitaria de forma masiva, ni siquiera significativa. Se trata de un reparto muy limitado. Uno de los responsables de ese reparto me ha reconocido que no van a llevarlo al centro de la ciudad. “Sería suicida llevar ayuda al centro”, me ha asegurado.

La devastación está en casi todas las zonas por las que me muevo. Por la tarde he estado en uno de los barrios teóricamente menos afectados por el terremoto. Se llama La Saline. Es un lugar mísero donde las casas no se han caído simplemente porque no existen. Los tugurios en los que habita la gente en ese barrio están hechos con planchas de hojalata y con cartones. Las aguas fecales están por todas partes, llenas de basura y de detritus. Los cerdos se mueven a sus anchas entre la mierda, comiendo porquería, los niños corretean por los mismos sitios. Es un lugar donde a uno se le encoge el alma. Los habitantes de La Saline ya eran extremadamente pobres antes del terremoto y lo van a seguir siendo después. Nada parece haber cambiado sus vidas porque viven en la misma miseria que antes. Una miseria a la que, por desgracia, se van a ver abocados muchos miles más de hatianos después de que la tierra temblara hace justo una semana como queriendo destruirlo todo.

Mi cuerpo contiene hoy dos cansancios: el cansancio físico de la dura jornada y el cansancio emocional de tanta desesperanza.

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