1.10.00

Tiempo de decir adiós



El día final; la clausura. Millones se apoderan de la bahía Darling, donde el ambiente es tierno, familiar: cero alcohol, cero desmanes. Pero allá, al lado de La Opera, donde los ferrys parten a la mar: humaredas, contorsiones, gritos, merengue, rock and roll; y algunos toqueteos...



Pedro Díaz G. /Enviado

Sydney.-- Una nube de espeso humo se levanta sobre las cabezas de innumerables curiosos que toman al parque de Circular Quay como el punto más importante para decir adiós a los Juegos Olímpicos y a sus visitantes; huele a mota. Y hay tanta gente que no caben dos más...

¿Qué hacer si nadie se puede mover siquiera unos centímetros desde ya hace más de una hora y media?

¿Qué, si empiezan a rolar pipas y cigarrillos ante la mirada inaprehensible de vecinos momentáneos, y un grito no cesa, surge en sonidos guturales, después de haber bebido tanto alcohol?; es el reto de los irreverentes a su anterior generación: "¡Ven papá!; ¡venga, abuelita!.. ¿Sabe a qué se dedican sus hijos mientras esperan el encendido de fuegos artificiales, aquí, bajo el puente símbolo de Sydney?”

--¡Acérquense y comprueben!

No lo hacen.

Esta chica sí: trae de la mano, impasible, a su novio, y, mientras, ella besa a todo el mundo, a todo. Ya en la mejilla, ya en el boca. Ya a hombres, ya a mujeres. Se escurre por pasillos inexistentes en esta masa informe de huesos, aromas, sentimientos: "Mua", les comunica vía mejilla. Guiña un ojo, avanza, y a otro, otra más, que ya acapara.

Huele mucho y la humareda impregna pronto el ánimo de aquellos que minutos antes se aventaban, en medio de la gente, en una danza violenta que hacía temer alguna atrocidad, y ahora simplemente esperan a que algo acontezca, pronto. Ya vendrá. Y estos padres con su pequeño que se aburre al lado de damas que no aguantan más --el whisky, los mareos--, y, qué asco, comienzan a vomitar.

Qué barbaridad: cuántos miles de litros de cerveza, de alcohol... Cuantos gramos de todo lo en gramos asequible.

Hay que caminar, ya a esta hora, enmedio de un basurero que se torna infinito. De los pasillos que conducen a La Opera, los recovecos que muchos tenían escondidos para sí, nada queda cuando van a dar las diez. Es el kilómetro 14 de luces en el cielo, último el punto en que nos encontramos. Día final.

(No se trata de un conjuro, quizá, pero tu remembranza me lleva a recovecos celestiales, sagrados rincones, divinas aristas, polos inexplorados; con tu recuerdo inicio un viaje a la sinrazón, al desequilibrio, al paroxismo)

Danzan acelerados por el vino; se mueven con cierta agitación; no se siente el frío, y preguntan, cuando pasan los minutos y el puente es una enorme estructura más inerte que nunca: negra, apagada, y, todavía, de alcances insospechados: where are the fuck'n fireworks?

Rubios son la mayoría; diminutas faldas usan ellas, que se agitan, que brincan, sufren arranques de patriotismo transformado en "aussies, aussies, aussies, oi, oi, oi..." Esa especie de hinmo-porra “que de tanto escucharlo ya te cansa”.

Se tuercen. Dan marometas en plena calle. Celebran lo que fue. Lo que es, lo que será. Y entonces...

La iglesia dice: el cuerpo es una culpa.
La ciencia dice: el cuerpo es una máquina.
La publicidad dice: el cuerpo es un negocio.
El cuerpo dice: yo soy una fiesta.


* * * * *


Los latidos descomponen su figura y palpitan a su arbitrio.

Venas irrigan hasta el último rincón, ansiosas, desbocadas.

La visión entrega imágenes que causan un colapso.

Mi mente navega en tierra, rueda sobre las olas, en un vuelo se sumerge a los subsuelos y las inmersiones se hacen en el aire.

¿Qué sucede?

(Son ciertas las memorias y la soledad. La vida es
es cierta, y el olor a lluvia. Todos estos días
son ciertos...)

Parque Circular Quay, ocho y media de la noche: deliran de borrachas las jóvenes australianas que se dejan toquetear entre tanta actividad, jaloneo, agitación, y, además ponen cara de contentas. De bancas se utilizan cajas de cerveza que van abandonando en el camino, en donde sea, luego de juntarse, hacerse calorcito, y así, encender los ánimos que nadie, ¿quién se atreve a apagar? Hay que caminar entre latas de aluminio, botes y botellas de cervezas; trapos, hojas de papel, folletos que lo fueron hace tiempo.

Estamos a la espera de lo que, consideramos, será el punto más importante en la agenda del adiós: la fascinación multicolor de cuando estalle el Harbour Bridge --como en diciembre, al recibir al Nuevo Milenio-- en luces centelleantes, arrebatadoras. Ese arco cuya estructura marca el arribo a este puerto y ha tenido desde hace varios meses a huéspedes tan distinguidos llamados los cinco aros olímpicos.

Muchos se suben a los árboles, y tienen más visibilidad; porque, desde nuestro punto, un edifico de ocho pisos obstruye la visión hacia la izquierda, donde, detrás de él se vislumbra --apenas por destellos a lo lejos en el cielo--, Darling Harbour; a la derecha, muy poco perceptible, La Opera de Sydney.

El cielo: se presenta la luna esta noche con la más angelical de sus sonrisas; allá, a lo lejos, Orion y sus tres estrellas protectoras, la Cruz del Sur, inocultable, por supuesto.

Qué buen relajo traen los australianos. Cómo les siguen ingleses, brasileños, mexicanos.

Vino, cervezas, mujeres. Fragancia a yerba.

¿Qué sucede?

(...Es cierto el pez, cómo no lo dije
antes, y el deseo de cambiar las cosas. Entrar a
los cafés es cierto, y salir al mundo. Agarrarse
de él un solo instante)

Siempre hay algo de primera vez. Algo de invención de los sentidos.


* * * * *


¿Qué sucede? Es el adiós.

Llega por los ojos; ¿o es por la nariz?; acaso, sí, estoy seguro, por el tacto. ¿O será vía intravenosa con impacto directo al corazón? Quizá sea sólo telepático. O vía satélite. No lo sé, pero arriba de tantas maneras que difícilmente habrá defensa. Ni lo intento.

Convivencia familiar.

Eso prometieron. Cumplen.

Porque para entrar a Darling Harbour es necesario abrir las bolsas en todos los retenes colocados a su entrada: nada de alcohol, dicen los azules guardias y poco alcohol ingresa. No hay problema, para eso está esta valla: quienes no quieren dejar atrás sus botellas de tequila, obviamente, no cruzan el barandal. Y, ocultas, se las toman unos metros más allá de la zona no permitida.

Son los pubs el centro de recreo posterior a este festejo.

Pero antes, aquí, en esta Darling que de querida todo tiene, los niños se embelesan con el estallido de luz que surca jubiloso hacia el espacio. Los chiquitos, que con tanto afán, ternura, amor se reproducen, por decenas, aquí en Sydney.

Son las 10 y media. Y los juegos pirotécnicos, para que te des una idea, vienen caminando en chispas y sonoros estallidos desde Homebush. Así como casi caminando llegas de Homebush a esta crónica: una hora y cuarto en autobús que para dormir utilizaste.

Están todos tranquilos y se apodera cada quien de su sitio en esta trama. Apretados, sí, pero más cautelosos: nadie se avienta. Pero uno a uno pregunta:

¿Dónde están?, dónde.

--Where are the fuck’n fireworks?

Sopla un viento inmenso; doloroso.

Hace, una vez más, mucho, mucho, mucho frío.

(Hay días en que las tardes me parecen noches; mis mañanas saben a ocaso; y las madrugadas caen al ocultarse el sol... Equinoccios a la hora del eclipse. Y puestas de luna justo en el crepúsculo. Hay días en que te extraño tanto, que el mundo se me distorsiona sin sentido)

El sitio es encantador. Mar, montañas, desiertos, riscos extravagantes, sol, palmeras, cactus, césped, olas, veleros, windsurfers, zapatos mojados, ardor en la piel, buena comida, vinos blanco rosado tinto, cervezas y lo que se te ocurra. Música: merengue, rock and roll. Todo está aquí. Sería perfecto. (Faltas tú).

Son enormes y muchas, en realidad por la ciudad entera, las pantallas que han sido dispuestas para que la gente viva de cerca, con los pies balancéandose sobre el muelle, la historia que termina, la epopeya de los héroes.

Aquí, en Darling, todo bajo control: un par de graciosos que al ver a seis oficiales catear a varios, al azar, en equis zona, afirman: “nosotros traemos éxtasis, por eso andamos como andamos.”

Ambiente familiar, rígida seguridad. “Mamá ya viste al cielo, ¡qué colores!”.

* * * * *

Cuando al fin las explosiones de emoción aparecen en la bóveda celeste, los ánimos se calman. Pero vuelven.

Porque un edificio nos tapa a la izquierda y un árbol a la derecha: de frente, el Harbour Bridge, que se enciende en múltiples, millonésimas chispas voladoras.

Pero, ¿qué está pasando? –ábrete otra cerveza, por favor. Vuelve a rolar--, que, de pronto, nada.

Son más de diez, quince minutos, de los 30 que dura el espectáculo, que el Puente Símbolo de Sydney, permanece oscuro, apagado. Imperturbable. La Opera y Darling Harbour, no dejan de asombrar.

--Ya se descompuso –proponen algunos, evocando al pebetero en la apertura--; vámonos. Y comienza el éxodo que mañana será real.

El viento sopla fuerte, inmisericorde, desde la bahía. Surcan sus aguas, tranquilas, un par de embarcaciones. Todos miran al cielo.

¿Qué sucede?

(En sí lo que quiero es no pensar en tí, en exceso, porque vaya que es delicioso pensar en tí; sobre todo excesivamente).

Hay que esperar un poco. Quizás sea que han dejado el puente hasta el final.

--No creo.

--¡Pinche puente!, ¡pinche puente!... Where are the fuck’n fireworks, in the brigde?


* * * * * *

Pasa el tiempo. Rápido, implacable. Se acabaron estos Juegos.

Tres semanas de competencias todos contra todos. Tres semanas, que se convierten, con el preámbulo, en casi un mes. Un largo viaje espera. Y será, se presagia, una locura pues, al menos, seis mil periodistas abandonen el país al día siguiente. Otros se quedarán un rato más. Ha habido medallas, dolor, frustraciones. Disputas emotivas, leyendas modernas multifacéticamente presentadas.



Radio, televisión, prensa escrita, y el nuevo colega de los medios: Internet. Ha habido días de comer en platos de cartón comida de cartón. Qué fastidio, luego, pura carne. Mandarinas engulleron algunos otros. Langosta, cocodrilo. Y por qué no, borrando todo gesto de ternura, hasta canguro en diversas recetas de cocina.

Y los días que se acumulan en suspiros. Y ay, joven, qué descaro: cuánto amor.


* * * * *


Cerró por obvias razones el perenne sistema de transporte, por tren, en la ciudad. Es tal la cantidad de personas, que podría haber un accidente. Y entonces, dicen los policías: habrá que caminar.

Pero la mayoría sale del parque, de los parques, perdidos, embelesados. Se envuelven en banderas; traen mejillas con rubor colores patrios. Se adhieren de Sydney hasta el último segundo. Andan, de verdad, bien borrachas, hasta las mamás niños en mano. Y se dirigen a los pubs, después de observar que el puente, el Harbour Bridge, sí respondió.

Cuando todos pensaron que algo había fallado, inicia, para terminar, el más lindo e intenso de los momentos esta noche: se ilumina por entero. Lanza luces hacia el frente, hacia arriba, por detrás. Y, de pronto, como si de un buen remate se tratara, enciende a toda velocidad los aros olímpicos, los cinco. Y anuncia, sin hacerlo, hasta pronto, nos vemos en Atenas 2004.

Muere la historia de estos Juegos; nacen los mitos de los medallistas. Se acaba el tiempo y hay que caminar, porque cerraron varias estaciones del tren. No hay taxis, y habrá que ir a dar los últimos teclazos.

(Linda, desde el color de las uñas, hasta el perfecto equilibrio del cabello, que hipnotiza: el mundo ¡sí se come!; me lo reveló tu cuerpo)

A despedirse con palmadas en la espalda. Que ya hay nuevos amigos: de Nueva Zelanda, Australia, México, Japón, Italia, Francia, Algeria, Usbekistán:

--...Un día, no sé cuando, viajaré a tu país –prometen y tiran su última cerveza; el whisky desde hace muchas horas se acabó...

--No lo dudes, te estaremos esperando.

A media noche es la ciudad un verdadero basurero.

Pronto, en unos días, Sydney paulatinamente regresará a la normalidad. Hoy, simple, está enferma de olimpismo.

No hay tiempo, no en este momento, para el llanto. Solo queda la nostalgia: es la hora de decir qué mes, qué locura. Ya vamos para allá.


* * * * * *


El recuento habla de estragos: tres condones en el suelo. Decenas de gritos atrapados en las venas. Caricias múltiples que se esparcen por el oscuro azul del cielo. Anhelos extraviados. Cuerpos avasallados por la euforia. Medallas de oro, historias que han hecho vibrar el alma. Son los Juegos Olímpicos que, por fin, han concluido.

(Mi economía amenaza quiebra, pero mi corazón sigue a la alza)

¿Quién lo iba a decir? Huele a yerba, aquí, en Circular Quay, donde los cinco aros se extinguen, bajo el famoso, multipublicitado puente Harbour Bridge...

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