18.5.25

Historia del deporte en México: 1981, el año en que desapareció el INDE

Apenas había comenzado enero cuando algo crujió, no en la pista ni en el estadio, sino en el organigrama: el Instituto Nacional del Deporte, símbolo del impulso olímpico de los setenta, cayó sin estruendo. Guillermo López Portillo presentó su renuncia, y doce días después, el INDE fue disuelto como si se tratara de una oficina menor. Se esfumó sin ceremonia ni despedida, dejando tras de sí un hueco institucional y un mensaje no dicho: el deporte, a partir de ahora, sería asunto del Estado. Vigilado. Controlado. Alineado.

En ese nuevo tablero, los jugadores ya no solo corrían, saltaban o lanzaban. También debían saber cuándo callar y a quién obedecer.
El poder deportivo cambió de manos. Del INDE se pasó a la Subsecretaría del Deporte. Y mientras los discursos oficiales hablaban de planificación y eficiencia, en los entrenadores, atletas y reporteros crecía una inquietud: algo se había perdido. Algo más que oficinas. Una forma de soñar.

Pero no todo se sometió al guion.

Ese mismo año, desde lo más profundo de la marcha atlética, Raúl González decidió caminar solo. Lo echaron del equipo. Lo acusaron de chantajista, neurótico, psicópata. Y él, sin apoyo, sin becas, sin uniforme, respondió con lo que mejor sabía hacer: ganar. En Montreal, y luego en Valencia, recuperó para México el orgullo perdido y demostró que la dignidad también se entrena.

En otro frente, Fernando Valenzuela tomaba por asalto las Grandes Ligas. De Etchohuaquila al Dodger Stadium, su screwball se volvió fenómeno social. Cada juego era un ritual, cada ponche una bandera. En pleno parón laboral del beisbol, el joven zurdo se coló hasta la Casa Blanca y regresó a México convertido en ídolo, ejemplo, y también víctima del abuso contractual que aún persiste en el deporte profesional.

Y mientras tanto, el futbol —esa religión de cada domingo— volvió a fallar en el altar de la historia. En Honduras, con el boleto mundial al alcance, Hugo Sánchez voló el balón en el último minuto. No hubo Mundial. Hubo silencio.

Pero 1981 no se explica solo en los nombres de siempre. Ese año brotaron semillas que el tiempo haría crecer: Jesús Mena, Daniel Aceves, Manuel Youshimatz, Marcel Sisniega, Rodolfo Gómez, Salvador Sánchez... Atletas que brillaron dentro y fuera del país, con o sin reflectores.

Fue un año de ruptura, pero también de resistencia.

El inicio de una década en la que México aprendió a competir sin red, a sobrevivir sin instituciones sólidas, a pelear medallas sin promesas.

Un año donde muchos se cayeron del sistema, y otros, como Raúl o Fernando, lo retaron desde afuera.
Donde se derrumbó una estructura, pero nació una manera distinta —más cruda, más real— de entender lo que significa representar a un país.

1981 no solo fue un año: fue un punto de quiebre.

Ahí empezó la década más contradictoria, pasional y desafiante del deporte mexicano.

Y su primer capítulo está escrito con pasos, curvas y silencios que aún resuenan.

1981: México en la línea de salida


El año en que cayó el INDE

Apenas se acomoda el calendario de 1981, y ya algo cruje en las oficinas del deporte mexicano. Es enero. Frío en el aire, incertidumbre en los escritorios. El país se despereza tras las fiestas, pero el tablero político no concede tregua: el 8 de enero, el director del Instituto Nacional del Deporte, Guillermo López Portillo, presenta su renuncia.

Así, sin antesala, sin apapacho, sin crónica previa: renuncia.

Esa noche, en las oficinas de la Secretaría de Educación Pública, la prensa recibe la noticia con una mezcla de pasmo y resignación. Habla Roger Díaz de Cossio, voz oficial del momento, con ese tono de quien porta la corbata del protocolo pero esconde los sismos de fondo. “Por razones estrictamente personales”, dice. Palabras que, como siempre en México, quieren decir todo y no dicen nada.

Es el principio del fin. Porque lo que parecía apenas una mudanza de escritorio, se transforma en una demolición institucional. Apenas doce días después, el 20 de enero, el INDE desaparece. Se esfuma. Sin ceremonias de despedida, sin una carta final, sin siquiera una última foto de grupo. Una institución que había sido columna vertebral del impulso deportivo de los años setenta, queda desarticulada por completo. Como si el país cambiara de deporte en pleno partido.

Aparece un nuevo jugador: la Subsecretaría del Deporte, con Manuel Mondragón y Kalb al frente. El mismo que había sido nombrado sucesor de López Portillo días antes. El movimiento tiene doble filo: por un lado, se suprime un organismo autónomo que había generado tensiones con otras esferas del poder deportivo; por otro, se inserta el deporte —ahora sí— bajo el paraguas directo del Estado. Se vuelve asunto oficial, controlado, canalizado.

Mondragón, en su primer mensaje, lo dice con todas sus letras: “Se abre una nueva perspectiva en el futuro del deporte mexicano”. Es la voz de una época que promete orden, planificación, objetivos medibles. Pero también es la señal de un viraje: el deporte deja de ser una aventura con espacio para la mística, y se convierte en un programa de gobierno.

Las promesas son muchas: fortalecer el deporte escolar, impulsar el deporte masivo, coordinar esfuerzos con otras instituciones. Suena bien. Muy bien. Pero detrás de las frases hechas, las palabras solemnes y las fotos de los nuevos nombramientos, hay algo que ya no está: la esencia del INDE. El INDE como experimento, como laboratorio de poder, como espacio de tensión y creación que, con sus luces y sombras, le había dado una personalidad al deporte mexicano en los setenta.

Lo que nace ahora es otra cosa. Un deporte más vigilado, más cuadrado, más estructurado. Pero también más dependiente del ritmo político. Mondragón no es un improvisado. Tiene formación, discurso, visión. Pero no es un hombre del deporte, sino del sistema. Y eso, tarde o temprano, se notará en la cancha.

1981 arranca, pues, con una jugada de pizarrón. Se mueve el balón desde las alturas. El ftbol, el boxeo, el atletismo, el automovilismo, aún no saben que los cambios administrativos se transformarán —con el tiempo— en cambios en los presupuestos, en las giras, en los uniformes, en las convocatorias, en los sueños.

Es el año en que el INDE se fue sin hacer ruido, y sin embargo, con ese silencio, comenzó a escribirse otro capítulo del deporte mexicano. Uno más disciplinado, quizá. Pero también más vigilado. Como si a partir de ese enero, cada medalla tuviera que pasar primero por un escritorio.

El deporte, esa pasión tan libre, empezaba a volverse asunto de Estado.

1981: Febrero
Un hacha en la mano: la purga del equipo de caminata


Febrero cae sobre el deporte mexicano como tormenta sin aviso. En los pasillos del Comité Olímpico, en las redacciones deportivas, en las gradas de las pistas, algo se murmura con creciente tensión: el entrenador polaco Jerzy Hausleber, junto con los altos mandos del atletismo mexicano, quiere separar del equipo nacional a quienes, apenas unos meses antes, marcharon con la bandera en alto por las calles de Moscú.

No es una sospecha gratuita. El 10 de febrero de 1981, el rumor se vuelve hecho.
Una conferencia de prensa en las instalaciones del Centro Deportivo Olímpico Mexicano sirve de escenario para uno de los momentos más oscuros y polémicos en la historia del deporte nacional. Están presentes Hausleber, el presidente de la Federación Mexicana de Atletismo, Eutiquio del Valle Alquicira, y un puñado de funcionarios. La prensa está lista, libreta en mano, micrófono encendido. Lo que se viene nadie lo imagina con precisión.

Entonces se entrega un documento.
Un reporte técnico, firmado por Hausleber, sus asistentes José Alvarado y Juan Hernández, el psiquiatra Eugenio Barbera y el doctor Esteban García. Las páginas se distribuyen entre los reporteros. Se leen en voz baja. Se releen. El murmullo es de incredulidad. En su estilo accidentado del español, el entrenador polaco lanza un veredicto brutal: los andarines olímpicos, alguna vez motivo de orgullo, son ahora descritos como “chantajistas, neuróticos y psicópatas”. No hay matices. No hay dudas. Para Hausleber, el equipo que dirigió es “un cáncer que hay que extirpar lo más pronto posible”.

Sí.
El hombre que hizo historia en México, que transformó la marcha atlética, que creó escuela, ahora camina con hacha en la mano. Y la cabeza que más desea cortar es la de Raúl González. Su diagnóstico es claro, categórico, terminal: “Se propone BAJA DEFINITIVA”, escribe, con mayúsculas, como quien firma una sentencia de muerte.

La reacción es inmediata. La indignación crece como un incendio.
Los medios recogen el escándalo. Las preguntas se multiplican. ¿Qué ocurrió entre el oro prometido en Moscú y esta lista negra? ¿Por qué el entrenador, que alguna vez fue guía y padre deportivo, ahora se comporta como fiscal de hierro? ¿Dónde está el espíritu olímpico que hizo de los marchistas mexicanos un ejemplo de coraje y técnica?

Raúl González no se queda callado. No acepta la infamia.
Con dignidad y temple, responde con lo único que sabe hacer: marcha. Pero esta vez marcha solo. Se declara deportista independiente, renuncia a todos los apoyos institucionales, se despide de las becas, de la alimentación, del dormitorio del CDOM. Sale del sistema, pero no del camino. Porque tiene una cita consigo mismo.

Y se va a Montreal.
Lejos del ruido, lejos de los despachos, lejos de los micrófonos. La meta es la eliminatoria rumbo a la Copa Lugano, ese campeonato mundial de marcha en donde sólo caben los mejores.
Raúl marcha los 50 kilómetros como si llevara encima cada página del informe, cada insulto, cada traición. Como si lo persiguiera la sombra del sistema. Pero también como quien sabe que camina para todos los que alguna vez fueron desechados por no encajar.

Cruza la meta primero.
Triunfa. Gana un puesto. Se impone, no sólo en tiempos y metros, sino como símbolo. No se doblega. No se rinde. No se calla.

Febrero de 1981 no fue solo el mes en que cayó la nieve sobre Montreal. Fue el mes en que Raúl González, hombre solo y a pie limpio, le demostró al país que el talento y la dignidad no se entregan en una credencial de seleccionado nacional. Que a veces, hay que renunciar a todo para volver a empezar.
Y que el deporte mexicano, tan dado a cortar cabezas, tiene también memoria. Porque si Hausleber empuñó la guadaña, fue Raúl quien sostuvo la bandera.

El deporte, ese mes, volvió a caminar. Pero con la frente en alto.

1981: Abril
Nace la Fernandomanía
Por Pedro Díaz Gutiérrez

Una pelota girando sobre sí misma, como si escapara de la lógica del aire. Una screwball con aroma de Sonora que corta la zona de strike. Un murmullo que cruza el Dodger Stadium, primero como suspiro, después como aliento y, finalmente, como grito.

¿Qué acaba de pasar?
Un hombre que no parece aún un hombre --porque tiene 19 años, pero el aplomo de un veterano-- acaba de eliminar a Terry Puhl, jardinero de los Astros de Houston, con un tiro que podría haber sido de ciencia ficción.

El nombre que se escucha por los altavoces: Fernando Valenzuela.
Zurdo. Mexicano. De Etchohuaquila, una comunidad del municipio de Navojoa, Sonora. De la tierra del polvo rojo y las esperanzas sembradas entre surcos de maíz.

No es casual que esté aquí. Fue comprado por 100 mil dólares por los Dodgers a los Ángeles de Puebla, aunque en realidad Fernando lanzaba en préstamo para los Leones de Yucatán. El beisbol mexicano lo conocía. La Triple A lo temía. Los scouts hablaban de él con voz baja y respeto.

La temporada anterior, subió al equipo grande casi como quien no quiere la cosa. Y silenciosamente lanzó 17 entradas y dos tercios sin permitir carrera. En San Antonio, doble A, había hecho lo mismo en 35 innings. Cerró el año con dos victorias como relevista. Y de pronto, abril lo encontró esperando una oportunidad.

La oportunidad llegó como suelen llegar las grandes historias: con un accidente.
Jerry Reuss, el abridor elegido por Tom Lasorda para el Día Inaugural, se lesionó. Y entonces, contra la lógica, contra la tradición, contra las quinielas, fue Fernando el llamado.
Era 9 de abril de 1981.

El chico de rostro redondo y mirada tranquila subió al montículo.
Frente a él, los Astros de Houston.
Sobre él, la mirada del beisbol entero.

Lanzó nueve entradas completas. Permitió cinco imparables, regaló apenas dos bases por bola y ponchó a dos bateadores.
Cero carreras.
Primer triunfo. Primera blanqueada. Primer juego como abridor.

El estadio lo aplaudió. No entendían del todo lo que estaban viendo, pero intuían que algo importante acababa de suceder.
Y tenían razón. Había nacido una leyenda.

A partir de ese día, el beisbol dejaría de ser el mismo en Los Ángeles.
La ciudad se llenaría de sombreros con el número 34. La palabra “Etchohuaquila” se imprimiría en camisetas. Los estadios cantarían La Bamba. Las familias chicanas se volcarían al diamante como si regresaran a casa.
Había comenzado la Fernandomanía.

Fernando Valenzuela no solo lanzaba. Encarnaba.
Era la reivindicación de un origen.
Era el muchacho de campo que se enfrentaba, desde la loma, al vértigo de las grandes ciudades.
Era el hijo de México que, sin discursos ni banderas, ponía en alto a su tierra con cada lanzamiento.

Y todo comenzó una tarde de abril.
Con una screwball que partió el aire y cambió la historia.

Epílogo de abril: Universiada a la rumana
Mientras los reflectores se encendían en los estadios de Estados Unidos, en México se discutía otra cosa: los Juegos Mundiales Universitarios.
En el Congreso Extraordinario del Consejo Nacional Estudiantil, se acordó enviar a 100 o 120 deportistas a Bucarest, Rumania, para la Universiada de julio.
México debía estar. Habíamos sido anfitriones de la edición anterior. La lógica dictaba continuidad.

Pero como tantas veces en nuestra historia deportiva, los planes no se alinearon con la realidad.
Solo siete atletas mexicanos dieron la marca mínima.
Y aun así, se enviaron veinte competidores.
La delegación viajó, más por compromiso diplomático que por convicción deportiva.

La representación fue, si se quiere, simbólica.
Porque ese abril de 1981, mientras algunos debatían sobre marcas y criterios, un joven mexicano en Los Ángeles lanzaba cada pelota como si fuera la vida.
Y por eso, entre Bucarest y California, entre la política estudiantil y el montículo angelino, el corazón del deporte mexicano latió con más fuerza donde había pasión real.


1981: 9 de junio
¿Quién detiene al Toro?
Por Pedro Díaz Gutiérrez

A veces, el vértigo de la historia cabe en el compás de unos cuantos meses. Y en este 1981, México ha tenido que aprender de golpe el significado del nombre Fernando Valenzuela.

La pregunta es legítima y retumba en cada cabina de radio, en cada transmisión nocturna, en cada corazón que bate al ritmo del beisbol:
¿Quién detiene al Toro?

Ya le dicen así, con el respeto que se reserva a los mitos nacientes: El Toro.
Fernando, el sonorense de mirada tranquila y curva endemoniada, ha pulverizado cualquier expectativa. A sus 20 años recién cumplidos, ha convertido el montículo del Dodger Stadium en un altar y su brazo zurdo en doctrina.

El 17 de mayo, los Filis de Filadelfia, comandados por un tal Pete Rose, responden al clamor nacionalista con la frialdad de los números: lo derrotan 4-0, cortando una racha que ya bordeaba la leyenda.

Pero hasta esa fecha, el Toro había ganado 10 partidos consecutivos, si sumamos las dos victorias con que cerró la temporada anterior como relevista. Ocho triunfos en fila como abridor este año. Y todos ellos adornados con la misma firma: recta precisa, screwball que se burla del aire, y la serenidad imperturbable de quien sabe que el mundo es su campo de juego.

Con marca de 8-2 en la campaña, Fernando no sólo ha conquistado el cariño de los latinos en Estados Unidos: ha desatado un fenómeno sin paralelo.
La Fernandomanía es ahora un producto cultural. Camisetas, gorras, muñecos. Canciones, viñetas, titulares.
Todo lo que toca, se convierte en oro.

El 9 de junio, una escena que parecía imposible se materializa en Washington.
En la Casa Blanca, Ronald Reagan ofrece un almuerzo de honor al presidente mexicano José López Portillo. Entre los invitados, junto a diplomáticos, empresarios y estrategas, está un beisbolista mexicano de veinte años.

Fernando sonríe tímido, trajeado, flanqueado por dos presidentes.
No hay bola de humo que distraiga la atención de ese momento:
el deporte, por un instante, se convierte en política internacional.

Dos días después, como si el guion de la historia no soportara más giros, estalla la huelga de las Grandes Ligas.
Peloteros contra dueños.
Cláusulas de agentes libres.
Y el beisbol, de pronto, en pausa.

Valenzuela no desperdicia el momento.
El 25 de junio, aterriza en el aeropuerto de la Ciudad de México.
Y es recibido como se reciben a los héroes: tumultos, gritos, porras.
Su nombre ya no es sólo un fenómeno deportivo: es un símbolo.
Es el muchacho humilde que lleva en su brazo los sueños de una nación.

El 26, tiene una cita en Los Pinos. El presidente López Portillo lo espera. Se saludan como se saludan los pares.
Ese mismo día, por la tarde, lanza la primera bola en el Parque del Seguro Social, en un partido entre los Diablos Rojos del México y los Piratas de Campeche.

Y después, en el Palacio de los Deportes, la parodia se convierte en homenaje: Adalberto Martínez “Resortes”, el comediante inmortal, le dedica una versión humorística de la “bola de humo”.
Fernando ríe. México entero también.

Pero no todo es fiesta.
Bajo la superficie de la fama, un asunto incómodo comienza a hacer ruido.
Trasciende que el equipo Ángeles de Puebla, que vendió el contrato de Fernando a los Dodgers por 100 mil dólares, le pagó únicamente 15 mil como prima de transferencia.

Antonio de Marco, su apoderado, decide revisar la Ley Federal del Trabajo, y descubre una cláusula aplicable a deportistas profesionales:
el jugador tiene derecho al 25% mínimo de la transacción.

Hace números. El monto real debió ser de 25 mil dólares, no 15 mil.
De Marco visita a los dueños del equipo poblano.
En un inicio, niegan. Se resisten.
Pero la ley es clara. Y la presión de los reflectores también.
Finalmente pagan lo justo.

El Toro, en ese entonces, ni siquiera alza la voz.
No le hace falta.
Cada que sube al montículo, habla con su brazo.

Y en ese mes de junio, cuando el mundo se detuvo por una huelga, Fernando siguió avanzando.
Con política, con fama, con justicia laboral.
Y, sobre todo, con la humildad de quien lanza sin perder el origen.

1981: México en la línea de salida
Septiembre.
Raúl González camina solo. No por falta de adversarios, sino por convicción. Diseña su propio programa de preparación y se lanza a la prueba de fuego: la Copa Lugano, en El Saler, Valencia. Allá, bajo un calor sofocante que recuerda el de Moscú —ese que dejó marcados a nuestros marchistas tras los fracasos olímpicos—, Raúl toma la punta desde el inicio.

A su paso caen los rivales. Solo el alemán Ronald Weigel, campeón olímpico, se mantiene cerca… hasta el kilómetro 35. Ahí, el mexicano acelera. Su ataque final es una sentencia: cruza la meta con 800 metros de ventaja. Registra 3h48’30”.
México vuelve a tener al número uno del mundo.
Y Raúl, fiel a su independencia, le dice no a Hausleber:

“Si fallo, seré el único culpable. Si gano, el mérito será solo mío y de la gente que me ayuda”.

Octubre.
Fernando Valenzuela pone en pausa el calendario. Las Grandes Ligas ya no son territorio reservado a los estadounidenses. Termina su primera temporada con números de veterano: 13 juegos ganados, 180 ponches, ocho blanqueadas y una efectividad de 2.48.

Pero lo que ocurre en octubre se sale del molde. En la Serie Mundial, con los Dodgers abajo 0-2 ante los Yankees, sube al montículo con la presión encima.

“Fue el juego más difícil de mi vida”, dirá después.
Gana 5-4 y revive a su equipo. Lo demás es historia:

24 de octubre: Dodgers 8, Yankees 7

25 de octubre: Dodgers 2, Yankees 1

27 de octubre: Dodgers 9, Yankees 2

Fernando es el fenómeno. Gana el Cy Young, el Bate de Plata, es Novato del Año, Pitcher del Año para Sporting News, y Jugador del Año según la UPI.

“Valenzuela salvó al béisbol”, dirá Bowie Kuhn, alto comisionado.

Regresa a México para el desfile del 20 de noviembre, mientras López Portillo entrega el Premio Nacional del Deporte a Ernesto Canto y Pepe Musi, y le dice a Guillermo Echevarría —en silla de ruedas—: “Échale ganas y recupérate pronto”.

Fútbol: el disparo que no fue
México busca un lugar en el Mundial de España. Tiene talento, nombres, historia. Pero no tiene gol.

En el premundial de Honduras, el equipo dirigido por Raúl Cárdenas —que convocó a 52 jugadores antes de decidirse— arranca con una goleada de 4-0 sobre Cuba. Luego, el vacío: derrota ante El Salvador (0-1), empates ante Haití (1-1) y Canadá (1-1).

Llegan al juego decisivo con esperanza. Basta con vencer a Honduras. Hugo Sánchez, en el minuto final, escapa al marcaje de Gilberto, encara solo al portero Arzu… y vuela el balón. No hay Mundial. Se van Honduras y El Salvador.

En otros frentes, 1981 no se detiene:

Joséle Garza y Héctor Rebaque mantienen viva la llama del automovilismo nacional.

En abril, Rodolfo Gómez gana el Maratón de los Libertadores en Colombia.

En mayo, Ángel Flores y Ernesto Canto brillan en la caminata mundial en Bergen, Noruega.

Raúl González gana en Canadá los 50 kilómetros del encuentro Marcel Jobin.

Julio.

Youshimatz, campeón del kilómetro contrarreloj en CDMX.

Sisniega, campeón en EE.UU. de pentatlón moderno, vence al mismísimo Norman Nieman.

Hugo Sánchez es cedido al Atlético de Madrid por 150 mil dólares. Parte el 10 de agosto.

“Alguien podrá cubrir el hueco que dejo, pero nunca jugará como yo”, sentencia.

Agosto.

Raúl Ramírez, campeón de dobles en Canadá. Vence a McEnroe y Fleming.

21 de agosto: Salvador Sánchez noquea a Wilfredo Gómez en 8 rounds en Las Vegas.
“El azote de los mexicanos” se quedó sin dientes.

Daniel Aceves, Jesús Mena, promesas firmes.

A sus 17 años, Daniel Aceves es campeón panamericano en lucha grecorromana, peso gallo. Cierra el año como subcampeón en el Abierto de EE.UU.
Jesús Mena domina la fosa. Gana nacional, centroamericano, y se cuela al cuarto lugar mundial en trampolín de tres metros. En La Habana escucha por primera vez el Himno Nacional desde lo más alto del podio.







Septiembre.
Raúl González camina solo. No por falta de adversarios, sino por convicción. Diseña su propio programa de preparación y se lanza a la prueba de fuego: la Copa Lugano, en El Saler, Valencia. Allá, bajo un calor sofocante que recuerda el de Moscú —ese que dejó marcados a nuestros marchistas tras los fracasos olímpicos—, Raúl toma la punta desde el inicio.

A su paso caen los rivales. Solo el alemán Ronald Weigel, campeón olímpico, se mantiene cerca… hasta el kilómetro 35. Ahí, el mexicano acelera. Su ataque final es una sentencia: cruza la meta con 800 metros de ventaja. Registra 3h48’30”.
México vuelve a tener al número uno del mundo.
Y Raúl, fiel a su independencia, le dice no a Hausleber:

“Si fallo, seré el único culpable. Si gano, el mérito será solo mío y de la gente que me ayuda”.

Octubre.
Fernando Valenzuela pone en pausa el calendario. Las Grandes Ligas ya no son territorio reservado a los estadounidenses. Termina su primera temporada con números de veterano: 13 juegos ganados, 180 ponches, ocho blanqueadas y una efectividad de 2.48.

Pero lo que ocurre en octubre se sale del molde. En la Serie Mundial, con los Dodgers abajo 0-2 ante los Yankees, sube al montículo con la presión encima.

“Fue el juego más difícil de mi vida”, dirá después.
Gana 5-4 y revive a su equipo. Lo demás es historia:

24 de octubre: Dodgers 8, Yankees 7

25 de octubre: Dodgers 2, Yankees 1

27 de octubre: Dodgers 9, Yankees 2

Fernando es el fenómeno. Gana el Cy Young, el Bate de Plata, es Novato del Año, Pitcher del Año para Sporting News, y Jugador del Año según la UPI.

“Valenzuela salvó al béisbol”, dirá Bowie Kuhn, alto comisionado.

Regresa a México para el desfile del 20 de noviembre, mientras López Portillo entrega el Premio Nacional del Deporte a Ernesto Canto y Pepe Musi, y le dice a Guillermo Echevarría —en silla de ruedas—: “Échale ganas y recupérate pronto”.

Fútbol: el disparo que no fue
México busca un lugar en el Mundial de España. Tiene talento, nombres, historia. Pero no tiene gol.

En el premundial de Honduras, el equipo dirigido por Raúl Cárdenas —que convocó a 52 jugadores antes de decidirse— arranca con una goleada de 4-0 sobre Cuba. Luego, el vacío: derrota ante El Salvador (0-1), empates ante Haití (1-1) y Canadá (1-1).

Llegan al juego decisivo con esperanza. Basta con vencer a Honduras. Hugo Sánchez, en el minuto final, escapa al marcaje de Gilberto, encara solo al portero Arzu… y vuela el balón. No hay Mundial. Se van Honduras y El Salvador.

En otros frentes, 1981 no se detiene:

Joséle Garza y Héctor Rebaque mantienen viva la llama del automovilismo nacional.

En abril, Rodolfo Gómez gana el Maratón de los Libertadores en Colombia.

En mayo, Ángel Flores y Ernesto Canto brillan en la caminata mundial en Bergen, Noruega.

Raúl González gana en Canadá los 50 kilómetros del encuentro Marcel Jobin.

Julio.

Youshimatz, campeón del kilómetro contrarreloj en CDMX.

Sisniega, campeón en EE.UU. de pentatlón moderno, vence al mismísimo Norman Nieman.

Hugo Sánchez es cedido al Atlético de Madrid por 150 mil dólares. Parte el 10 de agosto.

“Alguien podrá cubrir el hueco que dejo, pero nunca jugará como yo”, sentencia.

Agosto.

Raúl Ramírez, campeón de dobles en Canadá. Vence a McEnroe y Fleming.

21 de agosto: Salvador Sánchez noquea a Wilfredo Gómez en 8 rounds en Las Vegas.
“El azote de los mexicanos” se quedó sin dientes.

Daniel Aceves, Jesús Mena, promesas firmes.

A sus 17 años, Daniel Aceves es campeón panamericano en lucha grecorromana, peso gallo. Cierra el año como subcampeón en el Abierto de EE.UU.
Jesús Mena domina la fosa. Gana nacional, centroamericano, y se cuela al cuarto lugar mundial en trampolín de tres metros. En La Habana escucha por primera vez el Himno Nacional desde lo más alto del podio.






 

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