24.10.17

Miento, todo el tiempo, hasta la locura; miento hasta el delirio...



El siguiente es el testimonio de Ernesto Salayandía García, un periodista mexicano que radica en Chihuahua y a quien le es primordial “olvidar el pasado para disfrutar a plenitud el presente”, como lo aconseja en los diferentes talleres en los que participa. Ha pisado muchos fondos; “terribles”. Pero su misión actual, dice, “es ofrecer a las personas la oportunidad de vivir en felicidad y en armonía, aprendiendo a manejar cada cual sus emociones”. Aquí nos describe de manera frenética, acaso angustiante, las razones de alguien acostumbrado a mentir, atrapado por las drogas y el alcohol y que suma ya 10 años “limpio”. Tiene 55 años, seis hijos, y transita por su segundo matrimonio. Y escribe la sección De adicto a adicto, que se publica los domingos en El Heraldo de Chihuahua, bajo el seudónimo de Teo Luna

Por Pedro Díaz G.

Yo soy alcohólico. Pero no sólo eso. También consumo cocaína; la morfina me hace pedazos el cerebro pero no dejo de metérmela aunque tenga los brazos negros, picoteados. 
Y sí, siempre he mentido. Desde pequeño, por miedo a mi padre, a sus golpes y a sus represalias. Por eso siempre le decía exactamente lo que quería escuchar; cuando iba en la escuela mentía a los maestros y a mis compañeros les inventaba tal cantidad de cosas acerca de mi vida que muchas de ellas no sé bien a bien si son recuerdos-obra-de-mi-imaginación. 
“Ahora vengo –le digo a mi esposa–. Voy a reunirme con unos clientes que comprarán publicidad para mi programa de radio. Y no. A estos clientes les salgo con que debo posponer la reunión hasta mañana, pues tengo una dolencia en la boca del estómago `y es imperativo ir de inmediato al doctor; no es la primera vez, es un viejo achaque, hereditario, tal vez`, insisto. Y los convenzo. 
Miento una y otra vez: llamo a mi jefe a la oficina para decirle que estoy en una reunión de negocios que se demorará hasta altas horas de la noche. Y miento al dealer que me vende la droga: seguro te la pago mañana.
Vivo en Chihuahua desde hace casi 10 años. Y ahora estoy de pie. Pero he caído en innumerables ocasiones: la más trágica, el día que me corrieron de la estación de radio absolutamente convencidos de que todo lo que salía de mi boca era una falsedad. 
Yo fui príncipe enamorador, conquistador, detallista, el de las frases tiernas.
–Mamita, cosita, pequeña, mi vida, amore mío, mi reina, pedacito...
A la casa de mi novia siempre llegaban arreglos florales, serenatas, detalles, llamadas telefónicas maratónicas. Claro que estaba mintiendo: ese príncipe –comunicador, platicador, motivador, el que compartía sueños, ideales, problemas, la llevaba al cine, a cenar, desayunar y a comer, la hacía sentir mujer y lo más importante para mi–, un día se cansó de fingir y dejó salir al grotesco sapo que llevaba dentro: a mi verdadero yo. 
La relación se volvió extremadamente enfermiza, destructiva, violenta, insoportable, aburrida; llegó la apatía sexual y a las malas caras siguieron los chantajes emocionales, las decepciones, los insultos, la ridiculización, las comparaciones, y, claro, cuando ella, mi mujer, me tenía acorralado porque me había descubierto en las mentiras, me tornaba un monstruo al que no le importaba llegar a la violencia física y emocional.
Y entonces: gritos, groserías, intimidaciones, hostigamiento, retos, amenazas, burlas, reproches, dolor, repugnancia, odio, sed de venganza, peleas por todo, actitudes infantiloides, revancha, quejas, reclamos, culpas, frustración, crisis  económicas, monólogos, desorden.
–¿Cuando –interrumpe el reportero, vía telefónica, el apasionado relato–. Cuándo empezó todo esto? 
–No tengo la menor idea de cuándo me hice adicto a las mentiras. Es una parte muy fuerte de mi enfermedad emocional. Y como alcohólico y como adicto me hice adicto también al engaño. 
–¿Por qué miente un alcohólico?
–Para ya no regresar al trabajo y agarrar la borrachera en la cantina. Para ello hay que engañarlos a todos: al jefe, a la gente con la que me comprometí, cualquier cosa, cualquiera. Sí, que me duele la muela. Que se me descompuso el coche.
–¿Sólo por eso?
–Miento por irresponsabilidad. O por hacer sentir bien a las personas; cierto, creo recordar que eso fue lo primero: a todos decirles que sí, que lo que ellos aseguran es lo correcto, aunque por dentro no dejen de ser para mí unos imbéciles; mentiras piadosas, sí estoy de acuerdo: le voy al América, aunque no le vaya. 
–Para salir de algún aprieto?
–Digo mentiras por quedar bien, por sobrevivir. “¿Fuiste al banco? ¿pagaste?”, “ya, mi amor”. No es cierto. Yo sé que estoy mintiendo. Pero no lo puedo evitar. Ese es el punto: que no tengo carácter, no tengo una tranquilidad emocional, por eso todo lo distorsiono. 
–¿Cuáles han sido las mentiras más grandes?
–Le oculté a mi mujer que usaba cocaína por más de 7 años y medio. Y claro que se daba cuenta: esa era la principal de las mentiras en las que vivía, la más aterradora. Sí me preguntaba “¿Porqué estás moqueando?”
“Ah, es que es un resfriado...”
“¿Por qué no tienes hambre?”
“Pues porque ya comí”. 
“¿Y por qué trabajas en la noche?”
“Porque soy más creativo con la luna...”
“¿A donde vas?”
“A ver a una persona que me debe dinero...” 
–Todo por las drogas –nueva interrupción al monólogo de un arrepentido. 
–Sí: cocaína y morfina. Tú no sabes de esas combinaciones: te obligan a construirte un mundo irreal. Te vuelves un sicótico. Te abruman tus propias historias y cada vez es más difícil sostenerte mintiendo.
–¿Un mentiroso sufre físicamente sus mentiras?
–Por supuesto: vendrá entonces la adrenalina, la ansiedad, mucha preocupación “no me vayan a cachar”, “no me vayan a cachar...” Y a quien lo hace, se enfrenta con ese escudo en el que me convierto bajo presión: empiezo a manejar un lenguaje corporal, facial, y la violencia se apodera de mis sentidos.
“Este es el resumen de mi vida: a la pereza la maquillé con las mentiras; las borracheras, mis adicciones, todo: he fingido fuertes dolores en la farmacia para que se apiaden de mi y me vendan medicamentos sin receta. `De verdad, señor, no aguanto más. Déme por favor algo para el cuerpo: rotafil, o morfina`...”. Y sí: finalmente me la inyectaba. Como buen adicto, les miento a los doctores.
–¿Se toca fondo? 
–Todo el tiempo: cada vez que mientes te degradas sin saberlo; yo mentía por celos. ¡Por celos! Establecía un pensamiento obsesivo generando la idea casi verdadera de que mi mujer me engañaba y comenzaba a mentirme a mi mismo, ¿hurgaba en su guardarropa y si se daba cuenta. “Es que tengo una cartera perdida, y la ando buscando”.  Y no: desesperada, enfermizamente quería encontrar algo me demostrara que ella me estaba engañando; que se acostaba con otro o con otros. 
–¿Cuántas falsedad, cuánta ficción hay en su vida?, ¿es grato decir mentiras?
–No. Es horrible, es muy feo vivir con las mentiras. ¿Cuántas he dicho en mi vida? No podría calcularlo: cientos, miles de mentiras. Y sabes qué: yo sí creo en mis mentiras. Una vez tenía yo un automóvil. Pero debía hasta la coronilla. El carro era mío, me engañaba a mi mismo, pero no tenía el valor de decir que lo debía, así que me hablaban los cobradores y les aseguraba: te pago el viernes. Pero de antemano sabía que no tenía dinero para pagarles; y en lugar de decir no, prefiero engañar a la gente: darles largas.
–¿Cuándo comenzó todo esto?
–Las primeras fantasías eran actividades de fin de semana que les contaba a mis compañeros de escuela, en donde nada era cierto: no iba al parque con mi padre ni éramos los dueños de los negocios de los que tanto presumía. Me fugaba de tal manera que ideaba unas patoaventuras, por decirles así, enormes, en las que mi padre era el héroe principal. Cuánto convivíamos en aquella época; aunque todo fuera una ilusión. 
–¿Le duele mentir?
–Imagínate esto: en mi programa en la radio, La voz de Chihuahua, le digo a la gente: “échenle ganas, la vida es hermosa, siempre lleven en su corazón una sonrisa, sean felices por dentro y por fuera...” ¿Y yo?: metido en una depresión absoluta, a punto de matarme. Yo tuve que tocar muchos fondos. Muy crudos: llegué a tomarme una botella de vodka diaria y por la nariz me metía de 15 a 20 pases de cocaína.
–¿Y el resultado?
–Por supuesto, me volví loco; dormía acompañado de cuchillos, sentía que me agredían tipos que llegaban por los ductos de la calefacción, que surgían de las coladeras. La mentira y la droga me causan delirios de persecución. La droga me roba mi trabajo, mi familia, mi dignidad. Todo.
“Estuve 35 días en Oceánica. Y hoy soy honesto conmigo mismo. Y si conozco gente mentirosa, la detecto. Sé que mis colaboradores mienten; que lo hace mi secretaria, He tenido más de 25 en unos meses porque todas mienten. Tengo un sexto sentido: cuando alguien me miente, lo percibo, lo olfateo. De ahí vengo.
–Es una nueva enfermedad nacional... 
–Y es muy triste, porque el México de las mentiras está por todos lados. 
–Qué sigue ahora, en su vida. 
–Después de mi estancia en los anexos, juro que he cambiado. Aunque no olvido los límites que he cruzado. Por las noches, cuando duermo, vuelve a mi una imagen recurrente: aquél príncipe que trató con tanta dulzura a su novia y ahora de casados no la baja de puta, de estúpida, de ridícula; siempre humillándola. 
–Eso es parte de la enfermedad de las mentiras.

–Sí. Me miento a mí mismo, pero lo más interesante: empiezo a considerar que yo tengo la razón. ¿Me lo crees? ¿Será verdad esta historia de que me he reivindicado, de que ayudo a la sociedad, de que soy un nuevo hombre de valores? Lee todo lo que he escrito: más de 550 artículos. Y estoy preparando un libro. Yo digo que sí. ¿O será otra serie más de mis mentiras?



Ciudad de México, 2007.



29.4.17

Los habitantes del Túnel 29

29/4/2017 El Universal - Deportes - Los habitantes del túnel 29 http://archivo.eluniversal.com.mx/deportes/37458.html 1/2 Los habitantes del túnel 29 Pedro Díaz G.| El Universal Domingo 09 de septiembre de 2001 Twittear Mayo de 1985. Tiene un nombre la tragedia: túnel 29. Y una historia, que inicia el 23 de mayo, cuando un primer encuentro de la final del futbol nacional, entre América y Universidad, termina con empate a uno en el estadio Azteca (goles de Carlos Hermosillo y Alberto García Aspe). Noventa mil aficionados asisten al llamado Coloso de Santa Úrsula. Un segundo partido será en el estadio de Ciudad Universitaria, tres días después. Y allá va la multitud, pintarrajeando vagones del metro, destruyendo camiones. Gritando en coro el triunfo por venir. Ingresan primero los porros y pronto llenan el inmueble. Cuando la orden es que nadie más entre al México 68, aficionados buscan los últimos recovecos y, apoyados por otros, comienzan a escalar a toda velocidad las paredes de piedra volcánica. Pasillos y tribunas se cubren, entonces, de sonrisas: porque los vendedores no pueden avanzar un sólo paso, entre el gentío; porque ya en la zona sur inician los primeros brotes: seguidores del mismo club hacen una escaramuza; porque el partido está por iniciar... Muchos fanáticos entran sin boleto y mientras en la gramilla de juego los futbolistas aflojan los músculos, en las bocas del estadio comienza un peligroso forcejeo. La muchedumbre pretende ingresar por la fuerza. ¿Cómo, si el estadio está completamente lleno? Así, a empujones. * * * Esta temporada Universidad llega a la final como superlíder: más partidos ganados, mejor ofensiva, noveles y dinámicos jugadores. Falta coronar la campaña con el título. América, el equipo grande, el de los recuerdos millonarios y grandes contrataciones, el de los "cracks", asiste con la convicción de que su experiencia les dará el triunfo. Todos, en la semana, buscan un boleto para la final. La afición el domingo se vuelca al estadio Olímpico. Desde muy temprano decenas de camiones son secuestrados por los porros. La policía, atada ante lo numeroso, no tiene más remedio que escoltarlos hacia las puertas del México 68. Estudiantes y maestros ingresan sin boleto, apenas muestren su credencial. Para evitar desmanes, granaderos y policía montada tratan de controlar el acceso a los porros, a quienes despojan de cinturones, fruta, periódicos y todo aquello que pueda ser utilizado como proyectil. Quienes evaden el cerco policiaco comienzan a trepar por las paredes. A las 11:00 horas, una hora antes del partido, el estadio está colmado. El sobrecupo es evidente: los bordes lucen saturados. En las gradas hay prácticamente el doble de aficionados. Los túneles también son ocupados; accesos cerrados. Cientos de personas las crónicas revelarán 20 mil con boleto pagado quieren entrar. No será posible. Se agolpan en las rejas de los túneles. En el 29 sucede lo increíble: juntos, apretujados, sin espacio suficiente para apenas respirar con cierta tranquilidad, la masa humana y esa su sicología sin sentido comienza a hacer la ola, ahí, enmedio de la nada, en ese sitio en el que poco sucede: ni un paso hacia adelante, ni uno atrás. Ni uno a los costados. Y los gritos, y el llanto de pequeños con espanto... Es tanta la presión de la gente que, pronto, convertida en avalancha humana, arrolla todo lo que encuentra a su paso. Caen al suelo los habitantes del túnel 29... La muchedumbre comienza a empujar, la barrera cede y en tropel se introduce, aplastando a las personas. Nada se sabe, en este momento, de la tragedia. Inicia el partido. Un estruendo sacude al estadio. La gente ríe. Pareciera una bala de cañón apenas disparada. No es así, es un tanque de gas que ha estallado en un puesto ambulante de tacos. En el campo de juego, las acciones transcurren, deportivas. La pasión en las gradas aflora. Atacan las porras. Las de la UNAM, como siempre, bajo el palomar; la de los rivales debajo del pebetero... Son claras las agresiones. La porra universitaria va hasta la de los americanistas, a quienes arrebatan inmensas banderolas, con las que corren, de uno en uno, ante la complacencia de la gente, que abre camino donde nadie pasa, sólo aquel que enarbole la bandera enemiga. Después, una vuelta olímpica por las gradas, hasta llegar a la zona del pebetero, donde son quemadas, al tiempo en que son lanzados infinidad de improperios a los adversarios. Un globo de papel de china con la imagen del puma se eleva. Resuenan las porras en emotiva fiesta. Nadie lo intuye, pero se ha ocultado la tragedia para no empañar el festejo que propone la final. El partido termina con empate a cero. Ambos cuadros corren a los vestidores. El sonido enmudece. La gente inicia un desconcierto. Cree que va a haber tiempos extra, o, cuando menos, tiros de penal. Pero nada: la mayoría 29/4/2017 El Universal - Deportes - Los habitantes del túnel 29 http://archivo.eluniversal.com.mx/deportes/37458.html 2/2 desconoce la existencia de un tercer partido, en caso de empate. En este caso. Al salir, la multitud queda desconcertada: en la explanada hay ya decenas de ambulancias de la Cruz Verde. Se piensa en los apoyos para atender insolaciones, en algún desmayo, en gente golpeada. Pero la historia es otra y tiene tintes de tragedia. La turba derriba puertas de metal, atropella a los indefensos, aplastadas mueren ocho personas tres niños y 70 más sufren heridas. * * * El lamento es colectivo. Pero no hay tiempo para el duelo: el partido termina sin goles pero el negocio debe continuar. La final se prolonga hasta Querétaro, en donde se disputa un tercer partido, donde el América termina con la victoria por 3‐1 (dos de Brailovsky y uno de Hermosillo; Ferreti anota por los universitarios), y es campeón. Ver más @Univ_Deportes comentarios 0