Alpinista desde la adolescencia, Andrés Delgado partió hace más de un mes a la cordillera del Himalaya, donde se ubican las montañas más altas del planeta: todos los ochomiles.
El Cho Oyu ha traído para él una de las satisfacciones más grandes de su historia: tres veces ha alcanzado la cumbre, en estos días. La última, apoyando a Alejandro Ochoa.
Cuenta Andrés, gracias a la computadora portátil que le acompaña, junto con un teléfono satelital desde el que informó sus cumbres, su relato más intenso. Lo escribió el 25 de abril (de 1999).
“Como en una última prueba, la cúspide del Cho Oyu posaba su sombra sobre mí. Sólo podía imaginar y recordar lo que era el calor. El frío me estaba agotando. Las pestañas se me pegaban con el hielo en cada respiración; tenía toda la cara helada. Casi inconsciente me escuché decir algunas palabras… ‘por favor Dios, que pare el viento’… ‘sal solecito por favor’.
El dedo índice de mi mano izquierda había dejado de sentirse hacía unos minutos; me estaba desesperando, me estaba congelando: el frío dolía demasiado.
Decidí darme la vuelta y emprender el regreso, la cumbre ya no importaba. Pero no podía volverme, algo más poderoso en mi mente me llevaba hacia arriba. Terminé el helero superior y comencé a avanzar sobre una franja rocosa. Sabía que estaba a 8 mil 100 metros de altura. Tan sólo faltaban 100 metros más… Sabía que superando estas piedras el sol me golpearía con toda su intensidad y probablemente el viento no soplara bajo el sol.
Un último chirrido de los crampones de metal sobre la roca dio paso a la planicie somital del Cho Oyu. Ya sólo tenía que cruzar los 800 metros casi horizontales que me llevarían a la cumbre. El sol brillaba en toda su intensidad, me deslumbraba y me calentaba. El dolor de las manos al calentarse, cuando la sangre vuelve a llenar los pequeños capilares, me despertaba del letargo helado. Estaba casi en la cumbre. A pesar del sol, el viento no paraba. Ya sólo me quedaba andar esa planicie helada que lleva de 8 mil 100 a 8 mil 201 meros.. Quizás, mentalmente, la parte más difícil de toda la escalada.
Más de diez veces me juré que no daría un paso más. Por momentos el viento parecía amainar y yo volteaba al cielo para dar las gracias. Por fin, un último montículo nevado frente a mí. Esa seguro era la cumbre, lo sabía. Di los últimos pasos hasta la cúspide. Desde allí vi otro más, una cumbre más… Ya no tenía voluntad para resistirme a mi deseo, resigné mi cuerpo y mente a mi mayor necesidad de triunfo. Me encaminé hacia la cima del Cho Oyu.
De pronto frente a mí comenzó a aparecer una pequeña cruz de aluminio enredada en escarpadas imágenes budistas, sagradas. Alcé la mirada y vi el Monte Everest. El viento seguía golpeándome pero ahora parecía música al cortar mi cuerpo helado. Giré sobre mi eje y no vi más montaña hacia ningún lado, sólo había cielo frente a mí. ¡La cumbre del Cho Oyu era tan hermosa!
Volteé hacia arriba, hacia el sol, abrí los ojos hasta que sólo vi un gran astro incandescente, levanté las manos aún aferrado a los piolets y grité con toda mi alma ¡gracias Dios! Como un eco resonaron algunas palabras fugaces en mi mente, no sé si las escuché salir de mi boca o sólo las imaginé: papá, mamá, Santi, Mónica, Santigauito, Cristi… las lágrimas empañaron los goggles que me cubrían del viento y el reflejo.
Me hinqué y saqué algunas fotografías. Me saqué una ‘autofoto’ en la cumbre. Cinco minutos más tarde emprendí el descenso. El éxtasis y la bendición daban paso al frío y tenía que bajar. Eché una última mirada al Everest, levanté la mano derecha y saludé a todos mis amigos que intentan escalarlo en estas mismas fechas. ‘¡Suerte!’, les dije, y comencé a bajar”.
1998.
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