18.5.25

Historia del deporte en México: 1985: El año en que tembló el deporte

 


Pedro Díaz G.


1985 será recordado como el año en que el país tembló. Pero no solo la tierra se estremeció aquel 19 de septiembre. También se sacudieron las estructuras del deporte mexicano: se desmoronaron instituciones, se apagaron símbolos, se revelaron fracturas internas. Fue un año que comenzó entre aplausos mecánicos y terminó con el silencio de una ciudad devastada. Un año que destapó tensiones políticas en el Comité Olímpico Mexicano, exhibió el desgaste de sus ídolos más recientes, borró de un plumazo a la Subsecretaría del Deporte y dejó al Consejo Nacional sin brújula.


La marcha, disciplina emblema, perdió su paso. El futbol, en su expresión más popular, dejó cuerpos aplastados en un túnel sin salida. Y mientras los atletas trataban de competir en Kobe, el país luchaba por no derrumbarse. Aun así, hubo hazañas. Hugo Sánchez cambió de camiseta y de estatura internacional. Valenzuela impuso récords. Jesús Mena y Carlos Carsolio mostraron que el futuro podía ser ascendente. Lavalle llevó la bandera a Wimbledon. Y entre las ruinas, miles de deportistas y ciudadanos se transformaron en rescatistas, en voluntarios, en esperanza.


1985 no fue un año de gloria uniforme. Fue un año de contrastes profundos: entre el estadio y la morgue, entre la reelección y la protesta, entre la cima del Nanga Parbat y el fondo de los escombros del Seguro Social. Un año en que la historia se escribió con manos callosas, con pies polvorientos y con la voz firme de los que no se resignaron a guardar silencio.


En la cancha, en el tatami, en la tribuna o en la calle, el deporte mexicano no fue ajeno al país. Fue su espejo. Y también su sismógrafo.

1985: El silencio de las palmas




13 de febrero. Centro Deportivo Olímpico Mexicano.


Todo parece igual que siempre: el salón, los trajes oscuros, los saludos de pasillo, la rigidez del protocolo. Pero esta vez hay una grieta. Una que apenas se asoma entre los aplausos que se ensayan como rutina.


Mario Vázquez Raña se presenta para rendir su informe anual al frente del Comité Olímpico Mexicano. Es su tercer periodo. También preside la Odepa desde 1975. Pero algo ha cambiado. Las voces disidentes, que antes susurraban en los pasillos, ahora se oyen en voz alta.


Desde la víspera, en las páginas de unomásuno, Eduardo Hay —miembro permanente del COI— lanza una crítica punzante:

“Nadie es imprescindible en el Comité Olímpico Mexicano. Nadie, ni el presidente.”


Habla de principios. De democracia. De la necesidad de que el COM imite a la política nacional en su máxima de “sufragio efectivo, no reelección”. Su voz es institucional, pero el mensaje, claramente personal.


El malestar no es nuevo. Hay quienes cuestionan los métodos, el estilo, la falta de apertura, la ausencia de transparencia financiera. También, las formas: esa costumbre de elegir al presidente casi por aclamación, mientras el presidente de la República —en este caso Miguel de la Madrid— observa, impasible.


El informe concluye cerca de las dos de la tarde. Aplausos. Micrófono. Siguiente punto: elegir presidente.


Pero entonces, se levanta una mano. Firme. Solitaria. La de Josué Sáenz.

Y lanza la primera protesta:

—No se ha entregado el informe económico. No se puede evaluar sin cifras.


Vázquez Raña guarda unos segundos de silencio. Luego responde con calma:

—Tiene usted toda la razón. Pero el plazo de seis meses después de Juegos Olímpicos aún permite entregarlo más adelante.


Sáenz insiste.

—Esto pasa desde 1983.


Y aunque Vázquez Raña intenta cerrar el asunto, Sáenz ya ha marcado el tono del día.


Luego viene el tercer punto: la reelección. Dionisio Uribe, presidente de la federación de ciclismo, propone formalmente a Vázquez Raña.

Y otra vez, se alza la voz solitaria de Sáenz:

—El artículo segundo de los estatutos exige seguir las normas del COI, que solo permite una reelección. ¿Por qué aquí no se aplica lo mismo?


No hay eco. Nadie se suma.


Silencio.

Y entonces, el viejo mecanismo se activa:

“¿Otras propuestas?”

Ninguna.

“Se aprueba por aclamación.”


Las manos vuelven a aplaudir. Y esa palmada colectiva —ese ¡clap! ¡clap! ¡clap!— ya no suena a celebración. Suena a resignación.


Al salir de la asamblea, Sáenz habla con los periodistas:

—Hoy dimos un paso hacia atrás. Hacia el porfiriato. Sé que con lo dicho me convierto en enemigo del régimen, que me espera el ostracismo. Pero no puedo callar.


Sus palabras no cambiarán el resultado, pero quedan registradas. Como constancia. Como memoria. Como advertencia.


Porque ese día, en el CDOM, se discutió más que una reelección.

Se debatió el rumbo ético del deporte mexicano.

Y aunque las manos aplaudieron, una voz dejó en claro que no todos estaban de acuerdo.


1985 empezó con un aplauso.

Pero también con una grieta.

Y esas, en la historia, suelen crecer.



1985: El paso perdido

1985: El año en que tembló el deporte



Abril. La caminata mexicana se descompone a la vista de todos.


Lo que hace apenas unos meses fue orgullo nacional, disciplina emblema, maquinaria perfecta de podios y récords, empieza a mostrar grietas. Ya no hay entrenamientos rigurosos. Ya no hay sincronía. Ya no hay hambre.


Raúl González, héroe de Los Ángeles, ha cambiado los tenis por el traje. Desde su cargo en Nuevo León como subsecretario del Deporte, atiende asuntos administrativos mientras su cuerpo —aún en edad de competir— se desacostumbra al rigor del cronómetro. Ernesto Canto, por su parte, se ha vuelto figura mediática: alfombras, flashes, inauguraciones, comerciales. Fama. Mucha fama.


Y como siempre, el deporte no perdona.


El 7 de abril, en Jalapa, se disputa la prueba de 20 kilómetros de la Semana Internacional de Caminata. Canto abandona en el kilómetro 6. Se queja de un calambre en la pierna derecha. Pero el calambre es más profundo: viene del desorden, de la falta de preparación, de una rutina deshecha. Martín Bermúdez, disciplinado y discreto, se lleva el triunfo ante 58 competidores de once países. Víctor Sánchez llega segundo. Querubín Moreno, colombiano, es tercero.


La gira sigue. El día 10, en Guadalajara, Moreno se impone en la prueba de la hora. Colombia hace el 1–2 con Francisco Barajas. Biliulfo Andablo salva la tarde para México con un tercer sitio.


En la rama femenil, las suecas Ann Janson y Monica Gunnarson dominan los 10 kilómetros. Luz Colín, tercera, sube al podio, pero no disimula la brecha creciente entre México y el mundo.


El 14 de abril, en el circuito de Chapultepec, se corre la prueba de 50 kilómetros. El noruego Erling Andersen, ya viejo conocido, gana sin complicaciones. Pedro Aroche, con esfuerzo, se queda con el segundo puesto. El español Jorge Llopart es tercero.


Pero lo que más duele no está en los cronómetros.


Está en las palabras de Jerzy Hausleber.


El entrenador polaco, forjador de campeones, lanza una advertencia seca:


“La actuación de México fue muy mala. Los tiempos fueron mediocres. Es nuestro peor papel en caminata. Si seguimos así, se acabarán los triunfos. La razón de nuestro fracaso es la ausencia del primer equipo y la falta de trabajo de nuestras figuras.”


Es una bomba. Y una alarma.


Raúl González la escucha desde su oficina. Y entonces, reacciona.


Anuncia su regreso. Habla con el gobernador Alfonso Martínez Domínguez y negocia combinar su labor como funcionario con el entrenamiento. Dice que quiere estar en Seúl 1988. Que aún puede. Que aún quiere.


Y en octubre —el día 4— lo confirma con hechos: presenta su renuncia como director de deportes del estado, a pesar de que el nuevo gobernador Jorge A. Treviño lo había ratificado en el cargo.


“Me dedicaré por entero a la caminata.”


Así, el campeón regresa. El paso se había perdido. Pero no del todo.


Queda claro que si el atletismo es músculo, la caminata es también voluntad.

Y que a veces, volver no es retroceder. Es recordar quién se es. Y por qué se empezó a andar.




1985: Túnel 29, la tragedia del futbol popular



23 de junio. Estadio Azteca. Final del futbol mexicano.


América y Universidad empatan a un gol en el primer encuentro. Un duelo esperado, cargado de pasiones y rivalidades, que augura un desenlace vibrante. Pero nadie imagina que lo que se juega no es sólo un título. Lo que se juega es la vida.


La segunda parte de la final se programa para tres días después, el 26 de junio, en el estadio de Ciudad Universitaria. Un recinto simbólico, de arquitectura orgullosa, con su estructura en forma de sombrero de charro y una capacidad oficial de 72 mil personas.


Pero lo que ocurre esa tarde rompe cualquier cálculo. Y cualquier lógica.


Desde temprano, la presión es visible en los accesos. Cientos, luego miles de personas, intentan entrar. Hay boletos falsos. Hay promesas incumplidas. Hay desesperación.


Y entonces, el túnel 29.


La entrada se convierte en embudo. Luego en jaula. Luego en trampa mortal. La muchedumbre, sin control, comienza a empujar. Nadie puede detenerse. Nadie puede avanzar. Nadie puede respirar.


Los cuerpos caen. Se acumulan. Se asfixian.


Hay quienes aseguran que, en medio del caos, algunos aficionados —apretados, atrapados— aún intentaban hacer la ola, como si el juego fuera a salvarlos. Pero el ritual del futbol, ese que normalmente unifica, esta vez divide entre los que logran entrar y los que se quedan bajo los pies de la multitud.


Mueren ocho niños.


Setenta personas más resultan heridas. Las imágenes son dolorosas. Las versiones, contradictorias. La responsabilidad, difusa. Nadie asume. Nadie responde. Solo el silencio institucional y la tristeza colectiva.


Y el futbol, como negocio, sigue.


El partido termina sin goles. El marcador permanece inamovible, pero el calendario no se detiene. La Federación Mexicana de Futbol decide que habrá un tercer partido. La sede: Querétaro.


Ahí, en campo neutral y ambiente enrarecido, el América se impone 3-1 a Pumas y se proclama campeón nacional.


Pero la corona está manchada.


Una investigación posterior revela lo que ya se sospechaba: al momento de la tragedia, había más de 110 mil personas tratando de ingresar a un estadio diseñado para 72 mil. Cuarenta mil sin boleto. Cuarenta mil a la deriva.


El futbol se cobra caro cuando olvida a quien lo sostiene: su afición más humilde.


Y el horror no fue exclusivo de México.


Ese mismo año, en Bruselas, Bélgica, la violencia se desborda en la final de la Copa de Campeones de Europa. Juventus contra Liverpool. Italianos contra ingleses. Tifossi contra hooligans.


Los fanáticos británicos lanzan una ofensiva salvaje. La multitud corre. El miedo pesa. Y un muro del estadio Heysel colapsa bajo la presión de cuerpos desesperados.


Mueren 38 personas.


Ciento cincuenta más quedan gravemente heridas.


Dos tragedias. Dos estadios. Dos culturas distintas unidas por el mismo error: convertir al futbol en un espectáculo sin alma, donde la seguridad es lo de menos y la pasión no tiene freno.


El túnel 29 es ya nombre propio. No de una entrada. De una herida.

De una lección.

De una deuda.


Porque mientras el balón siga rodando sobre la memoria de los caídos, el futbol tendrá que responder —más temprano que tarde— por lo que permitió, por lo que ignoró, por lo que calló.




1985: Azteca 2000, ensayo con sombras



El futbol mexicano tenía una meta clara: el Mundial de 1986.

Y para llegar a ella, necesitaba ensayar. Ajustar. Medir el terreno, probar la atmósfera, sentir el balón. Así nació el Torneo Azteca 2000, un certamen amistoso con nombre futurista, pero con presente irregular.


2 de junio. Estadio Azteca.

Abre el torneo México contra Italia. Dos equipos que se respetan más de lo que se retan.

Termina 1-1. Goles de Javier Aguirre por los locales y DiGennaro por los europeos.

No hay estridencia. Solo una idea: esto apenas comienza.


6 de junio.

Italia enfrenta a Inglaterra en un partido que, más que juego, parece trámite.

Un 2-1 con aroma a resignación.

Pero lo que agita el ambiente no es lo que pasa en la cancha, sino lo que ocurre en Europa: la FIFA anuncia la sanción contra todos los clubes británicos tras la tragedia de Heysel, en Bruselas.

La decisión es tajante: ningún equipo británico podrá participar en torneos internacionales, ni siquiera amistosos.

Esta selección inglesa, en México, es una excepción fugaz.

Un acto final.

Lo último que hará en mucho tiempo.


9 de junio.

México enfrenta a Inglaterra y logra una victoria que reconforta: 1-0 con gol de Luis Flores.

El Azteca no vibra como en los grandes días, pero respira confianza.

La selección nacional no luce brillante, pero se muestra compacta. El equipo comienza a encontrar rostros: Negrete, Aguirre, Flores.

El país empieza a buscar ilusiones.


12 de junio.

Inglaterra, herida pero digna, derrota 3-0 a la República Federal Alemana.

Y tres días después, México vence 2-0 a la RFA con goles de Manuel Negrete y Luis Flores.

Es el cierre perfecto para el anfitrión: invicto, seguro, con ideas.


Pero el torneo, pese a sus nombres, sus banderas y sus goles, queda apenas en un esbozo.

No hay emoción desbordada, ni conclusiones firmes.

No hay atmósfera de Mundial.

Solo ensayo.


Y en el fondo, la pregunta incómoda persiste:

¿Es este el equipo que jugará con dignidad en 1986?

¿O es solo un simulacro elegante en medio de un país aún en reconstrucción?


El Torneo Azteca 2000 pasó sin pena ni gloria.

Pero dejó algo:

La confirmación de que, en México, el futbol se ensaya con la presión de la historia encima.

Y que cualquier simulacro, por más internacional que sea, no reemplaza la urgencia de jugar por algo más que el marcador.





1985: El día en que el deporte fue despedido



24 de junio.

Un lunes que se clava en la memoria del deporte mexicano, no por una medalla ni por una hazaña, sino por una renuncia forzada. Por una mutilación.

Ese día, el gobierno federal decide desaparecer la Subsecretaría del Deporte, una estructura joven que apenas había vivido cuatro años y seis meses, pero que significaba mucho más que un escritorio: era el intento de institucionalizar el deporte como política pública.


La noticia no llega desde el CDOM ni desde la Codeme. Llega desde lo más alto del gabinete económico.


En una conferencia conjunta, los secretarios Carlos Salinas de Gortari (Programación y Presupuesto), Jesús Silva Herzog (Hacienda) y Héctor Hernández (Comercio), anuncian al país una serie de medidas de emergencia para encarar la aguda crisis económica que ahoga al país:

nueva devaluación del peso (20%) y desaparición de 15 subsecretarías, incluida la del deporte.


El dólar controlado se dispara: se compra a 279.49 pesos, se vende a 289.83.

Y con ese movimiento contable, el deporte se queda sin representación directa en la estructura federal. Sin voz. Sin silla.


Las reacciones

Algunos lo entienden.

Mario Vázquez Raña, presidente del Comité Olímpico Mexicano, no oculta su pragmatismo:


“Debo felicitar al Presidente... El deporte es prioritario, pero probablemente el primer mandatario consideró que existen cosas más importantes.”


También Pascual Ortiz Rubio, titular de Codeme, busca minimizar el golpe:


“La desaparición de la Subsecretaría no afectará, porque el organismo rector seguirá siendo la SEP.”


Pero la realidad no se desactiva con declaraciones.


Fernando Alanís Camino, último titular de la Subsecretaría, da la estocada más sincera:


“Es una verdadera desventura... Nos tomó por sorpresa. Ahora somos desempleados.”


Como él, casi dos mil personas pierden su trabajo.

Las oficinas quedan en silencio. Las carpetas se cierran. Los proyectos, suspendidos.


El deporte, que luchaba por institucionalizarse, vuelve a ser rehén del voluntarismo.

Ya no tiene subsecretario. Ya no tiene ruta política.

Solo queda la estructura de siempre: el discurso, las medallas, las promesas.


Lo que se pierde

Con la desaparición de la Subsecretaría, no solo se cancela un cargo.

Se rompe un intento de continuidad. Se debilita el vínculo entre el Estado y sus atletas.

Porque sin esa figura, la promoción, el financiamiento y la planificación quedan sujetos a los vaivenes presupuestales, sin una instancia que articule, defienda o proponga.


Y aunque algunos repiten que "nada cambiará", la historia sabe lo que cuesta borrar una institución:

años en construirla, segundos en desmontarla.


Epílogo

1985 no fue solo el año en que el deporte fue despedido.

Fue el año en que el país le dijo al deporte: ahora no.

Ahora hay crisis.

Ahora hay otras prioridades.

Ahora, como siempre, espera tu turno.


Y así, en medio de balances y promesas, el deporte mexicano retrocedió un casillero, no por incapacidad, sino por decisión administrativa.


El día 24 de junio quedó marcado.


Porque cuando un país recorta al deporte, lo que pierde no es solo músculo ni podios.

Pierde también esperanza, salud, identidad, futuro.


Y ese lunes de 1985, todo eso se fue por la puerta trasera de un boletín económico.




1985: El rugido que regresa



Junio.

Desde París, la Federación Internacional de Automovilismo (FIA) lanza una noticia que acelera el pulso de los nostálgicos del volante:

vuelve el Gran Premio de México.


La decisión oficializa lo que parecía apenas un anhelo de unos cuantos entusiastas. Después de 16 años, la máxima categoría del automovilismo mundial regresará al país.

La fecha: 12 de octubre.

El escenario: el Autódromo Hermanos Rodríguez.

El eco: motores encendidos donde alguna vez rugieron Pedro y Ricardo.


El anuncio no es menor. Marca el retorno de México al calendario de la Fórmula 1, un circuito que no solo requiere trazado técnico y logística de primer nivel, sino también solvencia institucional, interés económico y voluntad política.


De vuelta al mapa

México se había quedado fuera desde 1970. La última vez, Jacky Ickx se llevó la bandera a cuadros en un autódromo repleto, pero con preocupaciones por la seguridad y el exceso de público.


Ahora, en 1985, el país busca mostrar otra cara. Más ordenada, más profesional, más conectada con el espectáculo global.

No solo es una carrera. Es una vitrina internacional en un año donde el deporte nacional enfrenta turbulencias económicas, crisis de gestión y recortes institucionales.


Un símbolo de permanencia

El regreso de la Fórmula 1 significa más que velocidad.

Es una señal: el deporte mexicano, aún sacudido por decisiones políticas como la desaparición de la Subsecretaría del Deporte, sigue siendo capaz de atraer eventos de clase mundial.


Es también un homenaje indirecto: los Hermanos Rodríguez siguen dando nombre a una pista que guarda su legado. Y su leyenda vuelve a estar bajo reflectores.


El 12 de octubre, los motores hablarán.

Y con ellos, la historia se reactivará, no solo en la pista, sino en la memoria de un país que, entre crisis y resistencia, aún encuentra momentos para acelerar.





1985: Kobe — Lejos del podio, más lejos del propósito



24 de agosto. Japón.

Veintiocho atletas mexicanos aterrizan en Kobe con el uniforme de la universidad y la esperanza tibia de competir en los Juegos Mundiales Universitarios. Son parte de una delegación discreta, sin figuras consagradas, pero con la posibilidad —al menos en teoría— de sumar experiencia, roce internacional, fogueo.


Pero desde antes de despegar, algo suena fuera de tono.

Son los propios dirigentes estudiantiles quienes, en rueda de prensa, declaran que el principal objetivo del viaje es “la convivencia”.

No el rendimiento. No las medallas. No la competencia.

La convivencia.


La declaración no cae bien. Desvía el eje. Y cuando la delegación pisa suelo japonés, la profecía se cumple.


Resultados a la sombra

El futbol abre la competencia con una derrota sin paliativos: 5-0 contra China.

Una goleada que parece una bienvenida severa, un recordatorio de la distancia que separa a los nuestros del alto nivel universitario internacional.


Después, Telésforo Pineda ocupa el lugar 23 en gimnasia, y Elsa Tenorio alcanza un meritorio sexto lugar en trampolín de tres metros.


En la cancha, el equipo de futbol logra una pequeña redención: 1-0 sobre Argelia, que los lleva a cuartos de final. Pero ahí, Japón los despide con un contundente 3-0.


En el fondo, Rosenda Ávalos finaliza en undécimo lugar en los 10 mil metros. Corre con entrega, pero lejos del podio.


Convivencia sí, pero ¿a qué costo?

La misión mexicana en Kobe deja más preguntas que medallas. ¿Qué significa representar al país en una justa internacional si el objetivo no es competir con dignidad? ¿Qué mensaje se da cuando se privilegia el viaje sobre la preparación?


Los Juegos Mundiales Universitarios son, sí, una plataforma para la experiencia. Pero también son un termómetro del estado del deporte estudiantil. Y lo que Kobe mostró fue un sistema sin ambición competitiva, sin planificación, sin resultados.


Mientras tanto, Samaranch...

Lejos de las pistas y las canchas, el presidente del COI, Juan Antonio Samaranch, también está en Kobe. Su preocupación va por otra pista:

la tensión política entre Corea del Norte y Corea del Sur amenaza con poner en jaque la sede de los Juegos Olímpicos de Seúl 1988.


Desde Japón, Samaranch lanza una propuesta insólita:

que Corea del Norte coorganice el evento olímpico con su vecino del sur.


Pero enseguida aclara:


“Es absolutamente imposible. Pero se debe encontrar la fórmula que permita a los deportistas norcoreanos participar en Seúl.”


No lo dice abiertamente, pero el temor es evidente: un nuevo boicot.


Así, en Kobe, mientras los atletas mexicanos se entretienen más que compiten, el olimpismo libra batallas mayores.


Y México, una vez más, camina por la orilla, sin rumbo claro ni ambición visible.



1985: El día que tembló el deporte



19 de septiembre. Ciudad de México.

7:19 de la mañana.

La ciudad no despierta. Se sacude.

Un sismo de 7.8 grados en la escala de Richter golpea el centro del país con una furia que no deja duda: es una tragedia. La más grande en la historia moderna del país.


Se desploman hospitales, escuelas, edificios habitacionales. El centro de la capital se convierte en una zona de desastre. Hay silencio, luego gritos, luego polvo. Miles de muertos. Miles más atrapados. Miles más de voluntarios que, sin pensarlo, se convierten en rescatistas.


Y en ese escenario, el deporte, como todo lo demás, se detiene.

No hay trofeos. No hay medallas. No hay récords.

Solo manos. Palas. Silencio. Y escombros.


Los templos de la alegría, convertidos en morgues

El Parque del Seguro Social, casa del béisbol, es convertido en depósito de cadáveres.

El Centro Deportivo Olímpico Mexicano, en centro de acopio.

Las canchas, en refugios.

Los atletas, en voluntarios.


El equipo nacional de marcha, que tenía previsto competir en la Copa Lugano, en la Isla del Hombre, cancela su participación.

“No podíamos irnos”, dicen.

No era momento de marchar. Era momento de quedarse.


Fútbol: pausa y propósito

El calendario del campeonato nacional se suspende.

Cuando se reanuda, es en ciudades ajenas al epicentro. Cada partido se convierte en colecta. Cada gol, en un grito de esperanza.


Maratón detenido, pero no cancelado

El Maratón de la Ciudad de México, que debía realizarse tres días después del sismo, se pospone hasta diciembre.

Ganan Maricela Hurtado y Manuel Vera, pero esa vez el podio es simbólico.

Las inscripciones de los 22 mil corredores se destinan al fondo nacional de reconstrucción.

Cada paso, una donación.

Cada zancada, un ladrillo.


Y la FIFA, en tono ambiguo

Mientras tanto, en medio del dolor, el presidente de la FIFA, João Havelange, se planta ante los medios internacionales y lanza una frase que resuena con más cálculo que consuelo:


“Hasta al terremoto le gusta el futbol.”


La declaración suena frívola, casi cínica. Pero su mensaje de fondo es claro:

el Mundial de 1986 no se cancela.


“Los mexicanos, en estos momentos de profunda tristeza, necesitan alegría. Y el futbol es alegría.”


Havelange habla de estadios intactos, de hoteles funcionales, de centros de prensa a salvo.

Pero no habla de calles abiertas, ni de hospitales colapsados, ni de madres llorando frente a montañas de concreto.


El sismo como espejo

El terremoto no solo sacude estructuras físicas.

También expone las grietas del sistema.

La improvisación. La falta de prevención. La necesidad de solidaridad espontánea donde debía haber política pública.


Pero también muestra otra cara del país:

la del atleta que se queda a remover escombros.

La del entrenador que organiza brigadas.

La del niño que dona su balón.

La del país que, aun roto, se abraza.


1985 no se olvida

Porque hubo un día —19 de septiembre—

en que no hubo deporte.

Solo humanidad.

Y eso, en una nación que tantas veces ha apostado por las medallas, fue la mayor victoria.




1985: El Consejo que no quiere mandar

8 de noviembre. Ciudad de México.


Entre los escombros físicos y administrativos que dejó el año, el gobierno federal intenta reordenar el mapa del deporte nacional. Con discreción, casi sin ruido, se crea una nueva figura: el Consejo Nacional del Deporte. Su objetivo: coordinar políticas públicas, dar forma a lo disperso, llenar el vacío que dejó la desaparición de la Subsecretaría del Deporte el 24 de junio anterior.


Al frente de esta nueva estructura, el Presidente de la República nombra a Fernando Alanís Camino, quien hasta hacía poco ocupaba justamente esa subsecretaría ahora extinta.


En la ceremonia de toma de posesión, presidida por Luis Medina, secretario de Educación Pública, no hay fanfarria. Tampoco discursos largos. Pascual Ortiz Rubio, presidente de la Codeme, asiste como figura clave del deporte organizado y lanza, a modo de advertencia técnica, una definición institucional:


“El Consejo solo normará a nivel nacional sus acciones políticas y administrativas… El COM será el encargado del plano internacional y las federaciones dictarán la normatividad en el ámbito nacional.”


Es una forma sutil de marcar territorio. De trazar los límites desde el principio.


Fernando Alanís Camino, por su parte, mantiene su estilo: esquivo, de pocas palabras, rehúye a los medios. Apenas se limita a declarar:


“El Consejo no será rector del deporte en nuestro país.”


La frase, en vez de aclarar, oscurece.


¿Qué es, entonces, el Consejo?

No es subsecretaría.

No es órgano rector.

No es Codeme.

No es COM.


¿Entonces qué es?


En medio de una crisis económica, deportiva e institucional, el Consejo Nacional del Deporte nace sin fuerza jurídica clara ni liderazgo efectivo. Es más bien una figura decorativa, un intento burocrático de no dejar vacío formal en el organigrama gubernamental.


Alanís, que hace apenas meses fue removido sin previo aviso, regresa al primer plano, pero sin herramientas para decidir.


Un cargo sin voz

Mientras el país se sigue sacudiendo —en lo físico y en lo político—, el deporte parece quedar en manos cruzadas.

Y 1985, que venía cargado de épica y dolor, cierra su segundo acto con un nombramiento que dice mucho… por lo que no dice.


Porque si algo quedó claro en esa ceremonia, es que el deporte mexicano seguía sin timón firme.

Y que los viejos actores no estaban dispuestos a ceder ni un centímetro de sus parcelas de poder.



1985: Noticiario deportivo — Línea por línea, hazaña por hazaña



Marzo 11 – Renace la Copa Davis en México

Raúl Ramírez, leyenda viva del tenis mexicano, se estrena como capitán del equipo nacional de Copa Davis con una meta clara: regresar al Grupo Mundial.

La serie ante Perú, en el Deportivo Chapultepec, no fue sencilla. Jorge Lozano cae ante Carlos di Laura en cuatro sets. Francisco Maciel equilibra la serie venciendo a Pablo Arraya. En el dobles, Lavalle y Pérez Pascal sufren, pero ganan en cinco sets a Maynetto e Izaga. Lozano pierde de nuevo ante Arraya, pero Maciel salva la serie con un triunfo en tres sets sobre Di Laura. México avanza.


Abril – Hugo, Fernando y Mauricio: los récords de primavera


Hugo Sánchez cierra su ciclo con el Atlético de Madrid con broche de oro: gana el Pichichi con 19 goles y se convierte en el goleador máximo de la liga española. Mario Velarde, desde Pumas, sentencia: “Este puede ser el triunfo más importante del futbol mexicano a nivel internacional”.


Fernando Valenzuela hace historia: lanza 41 entradas y un tercio sin permitir carrera limpia, rompiendo un récord que duró 73 años. Lo logra el 18 de abril, ante 50 mil espectadores, cuando los Dodgers vencen 1-0 a los Padres en Los Ángeles.


Mauricio González deja huella en el Mount College Invitational, en Walnut, San Antonio: impone récord mexicano en los 5 mil metros con tiempo de 13:22.37.


Mayo – Triunfo en Cleveland y susto en Oaxtepec


El maratón de Cleveland tiene nombre mexicano: Demetrio Cabanillas gana con 2h17’35”.


En Oaxtepec, Jesús Mena falla su séptimo clavado y es superado por el estadounidense Mike Watnuck. La nota positiva la da Elsa Tenorio, quien regresa a la competencia ganando el trampolín de 3 metros sobre dos rivales de Estados Unidos.


Mayo 8 – Wimbledon en clave tricolor


Dos mexicanos hacen historia en el juvenil de Wimbledon: Leonardo Lavalle vence en la final a Eduardo Vélez, 6-4 y 6-4.


En dobles, Agustín “Bebé” Moreno y el peruano Jaime Izaga derrotan a los checos Peter Korda y Cyril Suk.


En la rama mayor, el alemán Boris Becker gana el torneo con 17 años. Lavalle lo iguala en edad, pero en la categoría juvenil. Las comparaciones comienzan.


Junio 15 – Hugo Sánchez ficha con el Real Madrid

Con Ramón Mendoza en la Ciudad de México, Hugo firma contrato por cinco temporadas con el club más grande de Europa. Rayo Vallecano acoge, mientras tanto, a Wendy Mendizábal, jugadora de la UAG, en calidad de préstamo.


Junio – Carsolio en el techo del mundo

Carlos Carsolio, joven montañista mexicano, asciende el Nanga Parbat, de 8,125 metros. Se convierte en el primer mexicano en conquistar una de las 14 cumbres de más de 8 mil metros en el planeta.


Agosto – La Davis toma vuelo y México asciende

Raúl Ramírez logra lo impensable: vencer a Canadá en Copa Davis por primera vez desde 1953. En Chicoutimi, México gana 3-2, y consigue su pase al repechaje.

El 6 de octubre, en Porto Alegre, México vence a Brasil 4-1 y regresa a la Primera División del tenis mundial. Ramírez se incluye en dobles, y los puntos clave los ganan Lavalle y Maciel.


Octubre – Higuera y Pineda: revelaciones y perfección


Teodoro Higuera, con los Cerveceros de Milwaukee, termina su primera temporada en Grandes Ligas con marca de 15 ganados y 8 perdidos. Un nuevo brazo mexicano en la élite.


Telésforo Pineda, en Montreal, destaca como el mejor latinoamericano (después de los cubanos) en el Mundial de Gimnasia. Pero su gran logro es otro: crea un nuevo ejercicio, registrado oficialmente como El Pineda, y calificado con 9.60 puntos. Un mexicano más que deja nombre grabado en el reglamento internacional.


Noviembre – Reconocimientos nacionales

El Premio Nacional del Deporte 1985 se reparte entre tres nombres con futuro y pasado:


Carlos Carsolio (montañismo)


Jesús Mena (clavados)


Leonardo Lavalle (tenis)


El Departamento del Distrito Federal recibe el reconocimiento institucional por el impulso deportivo vía ProDDF. En el desfile del 20 de noviembre marchan tres íconos internacionales: Hugo Sánchez, Fernando Valenzuela y Rafael Septién, pateador de los Vaqueros de Dallas.


Diciembre – Juegos Centroamericanos 1986, en apuros

El presidente del comité organizador, Rafael Dukela, informa que la República Dominicana solo podrá costear seis millones de dólares, por lo que las sedes se repartirán:


La Habana, para esgrima


Ciudad de México, para remo y hockey sobre pasto


Epílogo del noticiario 1985

Mientras el país resiste terremotos y ajustes estructurales, el deporte mexicano vive un año de sorpresas y reconstrucciones, de récords rotos y nombres nuevos.

La élite se reafirma: Valenzuela, Hugo, Lavalle, Mena, Carsolio.

Y detrás de ellos, un país que sigue soñando con saltar más alto, correr más lejos y, sobre todo, ganar limpiamente.


1985, a pesar de todo, fue un año que dejó huella.

Una línea a la vez. Una hazaña a la vez.






Historia del deporte en México: 1984, el deporte como voluntad

 

Pedro Díaz G.


Hay años que se corren. Otros que se caminan. 1984 se pedalearía.

Desde enero, cuando Francesco Moser quebró el tiempo sobre la pista del velódromo olímpico, México entendió que ese no sería un año de euforias fáciles, sino de resistencia precisa. Porque el récord no es solo un dato: es la expresión física de una voluntad. Y si algo exigió 1984, fue eso: voluntad.

Voluntad para mantenerse firme —como los anabistas que volvieron a jugar beisbol a pesar del veto y la burocracia.

Voluntad para competir y romper marcas —como Ernesto Canto, que borró el tiempo de Daniel Bautista con la seguridad de quien no solo entrena, sino honra.

Voluntad para retirarse con decencia —como Arturo Guerrero, que dejó el baloncesto con más puntos que ruido.

Y voluntad para decir no —como Aurelio López, que prefirió un diamante modesto en Oaxaca antes que renunciar a su dignidad.


Fue el año de Los Ángeles, sí. De podios y banderas.

Pero también de espacios invisibles, de pequeñas batallas ganadas en la oscuridad de los despachos o en la memoria de la calle.

De jóvenes que emergen —como Carlos Mercenario, como Jesús Mena, como Daniel Aceves— y de veteranos que entienden que no siempre se gana con medalla, sino con congruencia.


1984 fue un año fundacional.


No en cifras.

En sentido.


1984: Francesco Moser y la hora perfecta

18 de enero. Ciudad de México.


Desde temprano, el velódromo olímpico se llena. No hay fiesta oficial, pero sí un murmullo creciente. “¡Pancho!”, gritan los que ya lo reconocen. Y Francesco Moser, el ciclista italiano que carga con su propio mito, responde con la sonrisa de los que saben lo que están a punto de hacer. No es una carrera. Es una cita con la historia.


Viene por lo que pocos se atreven: romper récords mundiales en altitud, en una pista que guarda todavía el aliento de 1968. Y si hay una ciudad en el mundo con aire fino y promesas veloces, es esta.


Moser sube a la pista con determinación quirúrgica. No hay espacio para error. Su cuerpo, su bicicleta, su pulso: todo está calibrado.


Y lo logra.

Uno por uno, los va derribando:


5 kilómetros en 5:48.244


10 kilómetros en 11:39.720


20 kilómetros en 23:30.848


Y finalmente, la prueba reina: la hora.

Detiene el cronómetro en 50 kilómetros, 808 metros y 243 milímetros.

Supera por fin la barrera de los 50 kilómetros con un tiempo final de 59 minutos, 02 segundos y 125 milésimas.


El público estalla. El aire se quiebra. El velódromo vuelve a ser templo.

Porque la hazaña no es solo estadística.

Es también poética: romper el tiempo sobre una pista en la ciudad más alta del circuito mundial, y hacerlo con elegancia, sin estridencia, con ese toque europeo que no olvida la humildad.


Francesco Moser —al que aquí llaman Pancho— no solo deja marcas. Deja una lección:

el cuerpo humano, cuando se entrena con propósito, puede domar hasta al cronómetro.


Y así, con los músculos aún tensos y los cronistas aún escribiendo, arranca el año olímpico en México.

Con récords.

Con aplausos.

Y con la certeza de que la historia no espera. Se pedalea.






1984: Una batalla llamada beisbol


21 de marzo. Ciudad de México.


La primavera llega con el sonido seco de un bate. No hay ceremonia, ni orquesta, ni fuegos artificiales. Hay lucha. Y hay beisbol.


Esa tarde, los anabistas —peloteros que militan en la Liga Nacional de Beisbol, una organización joven, disidente, terca— regresan al Parque del Seguro Social después de años de silencio, marginación y pleitos jurídicos.


Han enfrentado todo: burocracia, presiones, reglamentos a modo, dictámenes ambiguos, silencios incómodos. Pero hoy, por fin, vuelven al diamante.


Juegan Alacranes de Durango contra Metropolitanos del Distrito Federal.


No hubo tiempo para cartelones ni boletaje anticipado. Anoche no sabían si habría juego. Pero hoy están aquí ocho mil personas, reunidas por algo más que una entrada gratis: por el derecho a jugar y ver beisbol sin ataduras.


La tribuna late con cada out. Cada jugada es una declaración.


Al final del partido, el asesor jurídico del circuito, Mariano Albor, toma el micrófono y dice lo que todos piensan:


“Podríamos perder la guerra, pero el placer de ganar esta batalla nos llena de profunda emoción y alegría.”


La ovación no se mide. Se siente. Es un grito contenido de años.


Pero la historia no permite finales felices tan pronto.


Horas después, llega una multa. El joven circuito ha sido acusado de entregar el estadio 15 minutos tarde y de dejar basura, aunque no hubo venta de alimentos. Se les aplica una sanción ejemplar. No se discute. Se impone.


No habrá un segundo juego.


El partido programado para el 28 de marzo es cancelado. Otra vez, por trámites, por permisos negados, por “condiciones no favorables”.


Y entonces ocurre algo distinto. Algo hondo.


Miles de aficionados protestan afuera del estadio cerrado. Quieren entrar. No pueden. Gritan. Reclaman. Algunos amenazan con cerrar la avenida Cuauhtémoc. Pero los abogados de los beisbolistas los frenan. Piden mesura. Inteligencia.


Y el gesto más hermoso sucede en silencio:


Los mismos aficionados, espontáneamente, se organizan. Juntan dinero. Pagan desplegados en los periódicos para denunciar la injusticia.

Lo hacen por convicción. Por memoria. Por lealtad a un deporte que, más que espectáculo, es cultura. Identidad. Barrio. Familia.


El beisbol no se rindió esa tarde.

Jugó.

Perdió el estadio.

Pero ganó otra cosa: el respeto de la calle, el corazón del pueblo, la épica sin medalla.


Y eso —en un país donde tantas causas mueren entre escritorios— es más que un triunfo. Es un acto de dignidad.




1984: La marcha se afila para Los Ángeles


Marzo–junio. De Guadalajara a Noruega.


El año olímpico no espera. Ni concede margen para dudas.

Y en el mundo de la marcha, cada kilómetro se convierte en advertencia.


Guadalajara abre el calendario.

Raúl González, el hombre del paso sostenido y el orgullo norteño, vence en los 20 kilómetros con un tiempo de 1:25:14.

Detrás de él, con cierta distancia, llega Ernesto Canto (1:26:35), y tras ellos, el checoslovaco Joseph Pribilinec, ese europeo obsesionado con el podio mexicano.


La Semana Internacional de Caminata convoca a lo mejor del continente y más allá: alemanes, cubanos, guatemaltecos, colombianos, venezolanos, estadounidenses. Pero es México el que manda.


Y para que no haya dudas, los 50 kilómetros son puro tricolor:

Raúl González, oro.

Ernesto Canto, plata.

Martín Bermúdez, bronce.

Raúl, además, se embolsa mil dólares y una marca sólida: 3:50:54.


Pero la verdadera competencia está más lejos. En el calendario y en el mapa.


Los andarines mexicanos se embarcan hacia Europa.

Félix Gómez no viaja. Una operación en la rodilla lo obliga a hacer pausa.

La caminata, como la vida, también exige sacrificios.


RDA: Prueba alemana

El 2 de mayo, en Nourbring, República Democrática Alemana, los locales demuestran que también caminan para algo más que trofeos.

Ronald Weigel, con potencia y cálculo, se lleva los 50 km en 3:43:25.

Su compatriota Hartwig Gauder es segundo.

Raúl González, esta vez tercero, cierra con temple. Le sigue, pegado, Martín Bermúdez. No hay derrota, hay pulso.


Noruega: el rugido de Canto

Tres días después, en Soefteland, Noruega, ocurre lo inesperado:

Ernesto Canto, con zancada de metrónomo y fe en la estrategia, rompe el récord mundial de 20 kilómetros:

1:18:39.9

La marca anterior, 1:20:16, era de un mexicano legendario: Daniel Bautista.


Pero Canto no se conforma.

También rompe el récord mundial de la hora, al cubrir 15 kilómetros con 46 metros.

Raúl González, cuarto. Bermúdez, séptimo. Enrique Vera, octavo.


México no solo compite. Impone.


Y entonces, Canto no duda.

No es arrogancia. Es certeza:


“Voy a ganar la medalla de oro en los 20 kilómetros de Los Ángeles.

Y desde ahora la dedico a Daniel Bautista, a quien le despojaron de la suya en Moscú.”


La frase viaja más rápido que sus pasos.

Ya no es solo una promesa. Es un desagravio histórico.


El nombre nuevo: Carlos Mercenario

Pero mientras los reflectores iluminan a los grandes, una sombra joven se mueve con elegancia.


15 de junio, en el VII Encuentro Atlético Santiago Nakasawa, ocurre la revelación:

Carlos Mercenario, juvenil mexicano, gana los 10 kilómetros con un crono de 44:11.01.


Los expertos no lo dudan: ese muchacho tiene madera.

Y lo confirma semanas después en el Campeonato Centroamericano Juvenil, en San Juan, Puerto Rico, ganando de nuevo la misma prueba.


Todavía no es olímpico.

Todavía no es figura.

Pero ya camina como si el futuro le perteneciera.


1984 no solo es el año de los Juegos.

Es el año en que la marcha mexicana se pule, se exige, se afila.

Y se prepara para dar el paso más grande de su historia.





1984: La delegación de los justos


Julio. Comité Olímpico Mexicano.


Los números son modestos. La expectativa, contenida.

Pero la ceremonia, como cada cuatro años, guarda su solemnidad.


El 16 de julio, el presidente José López Portillo —ya en su último aliento de sexenio— entrega el lábaro patrio al atleta que encabezará la misión olímpica mexicana: Ivar Sisniega, pentatleta, símbolo del deportista completo, del esfuerzo polivalente.


A su alrededor, apenas 50 atletas presentes.

El resto se entrena. Se concentra. Se aísla.


México irá a Los Ángeles con 101 deportistas.

De ellos, 92 clasificaron por méritos deportivos: marcas mínimas, tiempos oficiales, criterios técnicos.

Cinco serán subsidiados por el Comité Olímpico Internacional.

Cuatro más, inscritos como suplentes.


En total: 101 atletas.

Pero lo más llamativo no es la cantidad.

Es el costo.


Por primera vez, el Comité Olímpico Mexicano no carga con el gasto mayor del envío.

Mario Vázquez Raña, presidente del organismo, lo dice sin rodeos:


“Es la primera vez que el Comité no gasta tanto en el envío de atletas.”


¿La razón?

El patrocinio privado.

Tarjetas de crédito, marcas, acuerdos comerciales.

Uno solo de esos convenios —informa— aportó 250 mil dólares.

El costo total para el COM fue de apenas 70 mil.


Es el modelo mixto, el experimento del deporte como producto.

Y a la vez, una señal de los tiempos: el alto rendimiento ya no es sólo asunto de Estado.


Pero Vázquez Raña, hombre pragmático y político en voz baja, suelta una advertencia con carga de futuro:


“Tenemos que seguir luchando no sólo por mejorar la calidad de nuestros atletas, sino para contar con una mayor cantidad de ellos.”


Y remata:


“Por ahora existe una carencia muy grande de atletas.

El día que logremos resolver el problema de la promoción masiva, cumpliremos con un deseo general y con el objetivo principal de nuestro deporte.”


La frase flota en la explanada del Centro Deportivo Olímpico Mexicano, donde el abanderamiento no es sólo un acto simbólico.

Es también un diagnóstico.


México irá a los Juegos Olímpicos sin derroche, sin delegación inflada, sin promesas exageradas.

Irá con lo que tiene:

101 atletas.

Un presupuesto contenido.

Y la esperanza —una vez más— de que el esfuerzo individual se imponga sobre las estructuras precarias.


La historia comienza a escribirse.

Los Ángeles espera.


1984: Aurelio López, la lealtad por encima del diamante

Por Pedro Díaz Gutiérrez

Octubre. Tecamachalco, Puebla.


La Serie Mundial de 1984 no solo coronó a los Tigres de Detroit. También dejó a México una de sus más hondas lecciones de dignidad deportiva.

El protagonista: Aurelio López, brazo firme, voz clara, carácter innegociable.


Detroit enfrenta a los Padres de San Diego. La serie va 3-1. El quinto juego se antoja definitivo. Y cuando la ofensiva californiana amenaza con resucitar, entra al montículo un relevista mexicano, con la calma de quien lanza no solo por su equipo, sino por un país.


Aurelio López sube al diamante con ventaja mínima: 5-4.

Lo que hace en la loma roza la perfección: retira a siete bateadores, poncha a cuatro, y se lleva la victoria, sellada con marcador final de 8-4.

Detroit campeón.

López, sexto mexicano en jugar una Serie Mundial, se convierte en el primero en ganarla con una actuación decisiva.


Pero la historia no termina ahí.


Dos días después, Puebla lo recibe como héroe.

Hay homenajes, discursos, aplausos. En la capital del estado y en su natal Tecamachalco, todo es júbilo. Lo abrazan como si hubiera lanzado por la selección. Y en cierto modo, lo hizo.


Porque el verdadero pitcheo de Aurelio vino después.


En medio de la euforia, sorprende a todos con una declaración que retumba más fuerte que cualquier recta:


“No jugaré con los Tomateros de Culiacán en la Liga Mexicana del Pacífico. Prefiero lanzar en una liga modesta del Istmo, en Oaxaca, antes que ir con los patrones represores.”


Se refiere al veto impuesto por los dirigentes de la Liga Mexicana de Beisbol y la Liga del Pacífico contra los peloteros afiliados a la Anabe (Asociación Nacional de Beisbolistas).

Un castigo silencioso, disfrazado de política interna, que marginó durante años a jugadores que simplemente pedían condiciones laborales justas.


Aurelio no lo olvida.

No traiciona.


En vez de vender su fama recién ganada, honra su historia y su gremio.


Y entonces aparece una voz que lo entiende sin adornos.

José Octavio Cano, en El Nacional, lo escribe con el filo que merece:


“Aurelio no olvida ni su origen ni a sus compañeros y amigos de la Anabe, que mantiene precariamente la dignidad del pelotero de México.

Al exhibir su hermoso, legítimo concepto de la lealtad, Aurelio López muestra una hombría que no entenderán los demás…”


No se puede lanzar más recto.


Aurelio ganó una Serie Mundial, sí.

Pero sobre todo, ganó la memoria de su clase.

Y en un país donde tantas veces el éxito invita al olvido, él eligió recordar.



1984: El año en que la gloria fue colectiva

Por Pedro Díaz Gutiérrez

1984 fue año de Juegos Olímpicos.

Pero también fue un año donde el deporte mexicano reveló su verdadera riqueza: no solo los podios, sino los caminos. No solo las marcas, sino los gestos. Fue un año de atletas en plenitud, de jóvenes que asomaban, de héroes que decidieron no traicionarse y de retiradas con la frente en alto.


A nivel olímpico, México viajó a Los Ángeles con 101 deportistas, una delegación austera, pero cuidadosamente integrada. Ernesto Canto y Raúl González marcaron el pulso de una marcha que se volvió emblema. Carlos Mercenario irrumpió con fuerza juvenil. Ivar Sisniega, desde el pentatlón moderno, ondeó el lábaro nacional. Youshimatz, en bicicleta, y Daniel Aceves, en la lucha, representaron con brillantez la diversidad de disciplinas en las que México aún peleaba.


Julio César Chávez se coronó campeón del mundo en peso ligero junior y encendió la mecha de una carrera mítica. Aurelio López ganó la Serie Mundial con los Tigres de Detroit y rechazó jugar en México por solidaridad con la ANABE, dejando un ejemplo de lealtad pocas veces visto en la historia del beisbol nacional.


Jesús Mena, a sus 16 años, confirmó que el futuro en los clavados tenía nombre.

Daniel Aceves venció a Cuba en el torneo Clark Flores, rompiendo hegemonías.

Gregoria Gutiérrez, desde la silla de ruedas, sumó ocho medallas paralímpicas en Inglaterra y ganó con justicia el Premio Nacional del Deporte.


En las pistas de México, Maricela Hurtado y Gerardo Alcalá ganaron la segunda edición del Maratón de la Ciudad de México, mientras Arturo Guerrero, leyenda viva del basquetbol, se retiraba tras casi dos décadas de encestar sueños.

Y mientras unos se despedían, otros comenzaban una nueva etapa: Raúl González, el campeón de la resistencia, se convertía en subsecretario del Deporte en Nuevo León.


Se premió también la constancia: Jerzy Hausleber, el entrenador que cambió la historia de la caminata, fue condecorado con la Orden del Águila Azteca, máxima distinción que México otorga a un extranjero.


Detrás del escenario, el modelo deportivo cambió de rostro. La delegación olímpica fue financiada casi en su totalidad por patrocinadores privados. El Comité Olímpico Mexicano, por primera vez, no cargó con la mayor parte del gasto.

Fue también el año en que el Real Madrid puso los ojos en Hugo Sánchez, y el Atlético, ahogado en deudas, comenzó a soltar a su ídolo.


1984 fue año bisagra.

Año de consolidación, de transiciones, de medallas que hablaron, y también de silencios que pesaron.


Porque hubo una generación que decidió no callar ni venderse.

Y otra que ya venía empujando desde atrás.


El oro, en 1984, no solo brilló en el cuello.

Brilló también en la espalda recta, en la palabra firme, en la lealtad sin precio.





Historia del deporte en México: 1983, el orden por decreto



Pedro Díaz G.

Año nuevo, dirección nueva. El deporte mexicano entra en 1983 como quien intenta ordenar una bodega a oscuras. Se escucha el eco del discurso institucional, pero lo que se necesita es luz. Y sin embargo, desde los escritorios se insiste: vamos por buen camino. Se habla de control, de planeación, de reestructuras.


El nuevo director general de Educación Física es Abraham Ferreiro Toledano, quien sustituye a Marco Antonio Escalante. Cambio sin ruido. Pero cambio, al fin. Mientras tanto, Pascual Ortiz Rubio, presidente de la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), comienza a diseñar lo que llama un "sistema de autofinanciamiento nacional". Nombre clave: Sistema Red.


La idea: cada deportista, entrenador y dirigente aportará 30 pesos. El fondo resultante —unos 60 millones de pesos— servirá para cubrir gastos de giras, uniformes y competencias. Es un esfuerzo noble. También es un reflejo: el Estado comienza a deslindarse, el sistema pide que el deportista se pague a sí mismo.


Y ahí no termina el viraje. Ortiz Rubio exige la legalización inmediata de todas las federaciones deportivas, denuncia vacíos administrativos, carencias de estructura y entrenadores mal preparados. Se presenta como corrector, como gerente de una crisis institucional. Reforma estatutos, reactiva federaciones dormidas, unifica la charrería. Y todo eso —dice— es por el bien del deporte mexicano.


Pero, desde las pistas y los gimnasios, la historia se cuenta distinto.


Los andarines —nuestros atletas más laureados— compiten entre ellos, como si fueran rivales, no compañeros. La caminata, en vez de unir, separa. Raúl González, símbolo y resistencia, es atacado por los suyos en plena competencia. Ernesto Canto gana, pero no sin tensión. Y cuando hay gloria, como en Helsinki o en la Copa Lugano, es al precio de fracturas internas.


Mientras tanto, Caracas 1983 deja un sabor agridulce: siete oros para México, pero una sensación de que el país corre siempre un paso atrás del calendario. El ejemplo más claro: Gerardo Safa, nadador que rompe un récord de Felipe "Tibio" Muñoz… pero queda fuera de los Panamericanos porque nadie lo inscribió a tiempo.


Y en las oficinas del deporte, entre informes y ceremonias, hay aplausos para el pasado, promesas para el futuro… y silencio incómodo sobre el presente. Josué Sáenz, viejo lobo de mar olímpico, lo resume en una frase demoledora al cerrar el año:


“El deporte nacional no ha avanzado nada.”


Puede ser exagerado. Pero no es mentira.


Porque 1983 no fue un año sin triunfos. Al contrario: hubo medallas, hubo atletas emergentes, hubo gestos de resistencia. Pero fue también el año en que la estructura empezó a pesar más que el talento.

Y eso —en un país de atletas con hambre— puede ser la peor forma de derrota.


1983: El orden por decreto


Año nuevo, dirección nueva. El deporte mexicano abre 1983 con el nombramiento de un nuevo titular al frente de la Dirección General de Educación Física: el profesor Abraham Ferreiro Toledano sustituye a Marco Antonio Escalante, en lo que parece ser, más que un relevo, un reacomodo dentro de la maquinaria institucional del país.


Desde la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), el mensaje es claro: no hay margen para la pasividad. Lo deja en claro Pascual Ortiz Rubio, presidente del organismo, quien once meses después de tomar posesión anuncia lo que llama una “operación nacional de autofinanciamiento”. El nombre del proyecto: Sistema Red. Su lógica: que cada deportista, entrenador y dirigente del país aporte 30 pesos para nutrir un fondo que permita sostener las actividades nacionales e internacionales del año.


La meta: 60 millones de pesos.


“Será un recio apoyo para cubrir las necesidades deportivas en cuestión de uniformes, giras, etcétera”, explica Ortiz Rubio, mientras trata de conciliar una demanda presupuestal creciente con el discurso de austeridad que ya marca el gobierno de Miguel de la Madrid.


Pero hay más: el llamado al orden.

Ortiz Rubio insiste en la legalización de federaciones y en la necesidad de que todas las agrupaciones cuenten con comités ejecutivos debidamente protocolizados. Es un grito institucional, pero también político: recuperar el control y centralizar la voz del deporte.


“Ya es tiempo de que la Confederación camine en común acuerdo con todas sus federaciones, para el bien del deporte mexicano”, declara con tono enfático.


Y hay datos concretos que lo respaldan: en menos de un año, nueve federaciones han sido renovadas, entre ellas las de gimnasia, basquetbol, béisbol, atletismo, ciclismo, canotaje, y charros. Esta última, en particular, marca un hito simbólico: se logra la unificación de las federaciones Mexicana y Nacional de charrería, que permanecían divididas desde 1980. No es poca cosa.


En tiempos de reorganización nacional, la Codeme quiere ser ejemplo. Ordenar, modernizar, reglamentar. Suena bien en el papel. Pero falta ver si esa estructura también encuentra eco en las pistas, las canchas, las albercas, los gimnasios.


Porque si algo ha enseñado la historia del deporte mexicano es que el orden no basta. Hace falta pasión. Hace falta proyecto. Hace falta verdad.




1983: Caminata de oro, pasos divididos


La Semana Internacional de Caminata se ha vuelto tradición. Desde hace siete años, cada mes de abril, México abre sus calles, pistas y avenidas al andar firme de los mejores marchistas del mundo. Pero en 1983, más que una fiesta atlética, lo que se vive es una guerra entre pares. Una batalla silenciosa dentro del mismo equipo.


Todo comienza el 10 de abril, en Guadalajara, con la prueba de los 20 kilómetros. Ahí, Ernesto Canto impone condiciones con un tiempo de 1:25.50. Detrás de él llegan Raúl González y Félix Gómez. Podio mexicano, sí. Pero no hay abrazos. No hay sonrisas. La tensión se palpa desde la meta.


El circuito se traslada tres días después a Jalapa. En la prueba de la hora, ningún mexicano estelar participa. El triunfo es para el noruego Erling Andersen, quien cubre 14 kilómetros, 130 metros y 78 centímetros.

En la rama femenil, se impone la sueca Siv Gustavsson con 24:27.8 en los 3 kilómetros, seguida de Estela Rodarte y María de la Luz Colín. La caminata femenina también deja constancia de su crecimiento.


Un nombre nuevo aparece en escena: Carlos Mercenario. Gana los 10 kilómetros con un tiempo de 46:32.5 en la pista de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca. Un prospecto. Una promesa. Pero todavía un paso atrás de los consagrados.


Y entonces, el 17 de abril, en el autódromo de la Magdalena Mixhuca, sucede algo que va más allá del cronómetro.


Es la prueba reina: los 50 kilómetros.

El europeo Andersen, flamante campeón continental, lidera con solvencia. Detrás de él, los mexicanos no compiten contra él… compiten entre sí.

Félix Gómez, Arturo Bravo, Ernesto Canto... todos se lanzan contra Raúl González. Lo acosan. Lo "tironean". Lo cercan como si fuera un intruso. Y Raúl, el veterano, el símbolo, el rebelde, empieza a quedarse atrás.


Cuando se han cubierto 32 kilómetros, parece vencido.

Andersen acelera, confiado. Cree que el pleito interno le ha abierto el camino.

Pero González no está listo para rendirse.


En los últimos tres kilómetros, lanza un contraataque feroz. Pasa uno a uno a sus compatriotas. Luego a Andersen. Gana. Remata. Y habla:


“Ya es momento de olvidarnos de enfrentamientos entre nosotros que a nada conducen. No tiene sentido acabarnos en las competencias selectivas, porque está visto quién es quién en la caminata en México”.


Sus palabras caen como bofetada.


Andersen, desconcertado, pregunta en voz alta por qué los mexicanos se destruyen entre ellos en lugar de aliarse. Y Raúl, sereno, reconoce lo que todos sabían pero nadie decía:


“Sí. Hay un pique deportivo entre nosotros.”


El mensaje está dado. No al extranjero. A casa.


Tres semanas más tarde, el 8 de mayo, Raúl lo confirma en tierras lejanas.

Gana en Brodebady, Checoslovaquia, la prueba de los 50 kilómetros. Participan 46 atletas de once países. Su tiempo: 3 horas, 51 minutos y 37 segundos.

Sin polémicas, sin jalones. Solo pasos.

Solo marcha.




1983: Oro en Helsinki, alerta en casa


7 de agosto.

Parten diez atletas mexicanos rumbo a Helsinki, sede del primer Campeonato Mundial de Atletismo organizado por la IAAF. El grupo es pequeño pero cargado de experiencia, resistencia y ambición.


Van Rodolfo Gómez y José Gómez a los 10 mil metros.

Acompañan Antonio Villanueva, Carlos Victorino y María Luisa Ronquillo, maratonistas de fondo.

Y el bloque más fuerte: la marcha. Cinco nombres que definen una época: Ernesto Canto, Raúl González, Félix Gómez, Martín Bermúdez y Enrique Vera.


Antes de abordar el avión, Rodolfo Gómez, referente del fondo mexicano, lanza una advertencia:


“Propongo crear un centro de alto nivel exclusivo para los mexicanos. En el CDOM no se puede entrenar sin el peligro de ser espiados.”


No es paranoia. Es experiencia.

Algunos atletas han detectado la presencia de extranjeros grabando entrenamientos, tomando notas, filmando rutinas. No vienen a competir. Vienen a estudiar. A copiar. A entender por qué México domina la caminata.


La molestia no es menor. Se sienten expuestos, usados, vulnerables. El secreto de su esfuerzo —ese que no se mide en cronómetro, sino en kilómetros de silencio y sudor— corre el riesgo de ser exportado sin crédito.


Y entonces, ya en Helsinki, el país encuentra una bocanada de orgullo:


Ernesto Canto se impone en la prueba de 20 kilómetros marcha con un tiempo de 1:20.49. Vence al favorito, el checoslovaco Joseph Pribilinec, por diez segundos.

Es un golpe de autoridad. De técnica. De temple. De México.


Raúl González y Enrique Vera terminan en las posiciones nueve y diez, respectivamente. El podio no es tricolor, pero sí contundente.

En los 50 kilómetros, la revancha no llega para Raúl: queda quinto.


No hay más para México en ese Mundial.


Pero el mensaje es claro: seguimos arriba, pero no tan lejos.

El resto del mundo observa. Estudia. Se prepara.


Y si no se cuida el trabajo desde adentro —como dice Rodolfo Gómez—, el camino hacia la cima puede volverse de bajada.




1983: El nado que llegó tarde


Algo pasa en Clovis, California, durante un torneo universitario de natación. No es un campeonato mundial, ni siquiera un evento de gran cobertura mediática. Pero lo que ocurre ahí mueve las aguas estancadas del deporte mexicano.


Gerardo M. Safa, joven nadador mexicano radicado en Estados Unidos, estudiante de la Universidad Metodista del Sur, se lanza al agua en la prueba de 200 metros nado de pecho. La recorre en 2 minutos, 24 segundos y 07 centésimas.


Con ese tiempo, borra de los libros el récord más añejo de la natación nacional: el que había impuesto nada menos que Felipe "Tibio" Muñoz, el campeón olímpico de México en 1968. El “Tibio” tenía la marca desde hacía quince años: 2:25.99. Nadie la había tocado.


Hasta que llega Safa.


Un nombre desconocido para muchos. Un talento formado fuera. Un mexicano que, desde la liga universitaria de Estados Unidos, da un golpe de calidad.

Una marca que grita selección. Que pide boleto. Que merece uniforme.


Pero ya es tarde.


Los Juegos Panamericanos de Caracas están a días de arrancar. La fecha límite de registros ha pasado.

Y el sistema, como tantas veces, no reacciona a tiempo.

No hay lugar para Gerardo.

No importa que tenga el récord. No importa que sea la mejor carta del momento.

La burocracia cierra la puerta. Y la alberca se queda sin su mejor brazada.


No fue falta de talento. Fue falta de reflejos.

Y eso —en la natación como en la administración— cuesta podios.




1983: Panamericanos de Caracas — El viaje, la pista y el podio


7 de agosto.

Rugen los motores del Boeing 10503 en el hangar de la Defensa Nacional. A bordo, viajan los atletas mexicanos rumbo a los Juegos Panamericanos de Caracas. El protocolo militar da paso al nervio deportivo, pero un episodio inesperado roba el centro de atención: Karla del Sol, gimnasta de apenas 15 años, ha olvidado su credencial. El vuelo está por cerrar escotillas cuando su madre, desesperada, rompe el protocolo, corre por la pista y alcanza el avión en el último instante para entregarle el documento... y una bendición.

Un gesto. Un símbolo. Y luego, el despegue.


El país que recibe a los atletas mexicanos es Venezuela, que en pleno bicentenario de Simón Bolívar, lucha contra su propia crisis económica para cumplir como anfitrión. El 14 de agosto, ante 3,426 atletas de 36 países, se inaugura oficialmente la justa continental. En su discurso, el presidente Luis Herrera Campins admite lo que ya es evidente: los juegos crecieron más allá de lo razonable.


“Aquí se disputan más deportes que en unos Juegos Olímpicos”, dirá después Mario Vázquez Raña, reelecto como presidente de la ODEPA, advirtiendo que de continuar esta expansión, “ningún país podrá organizarlos”.


Y de hecho, la historia le da la razón casi de inmediato: Ecuador, que había recibido la sede para 1987 luego de la renuncia de Chile, también declina.


“No hay dinero”, dice sin rodeos su ministro de Educación y Deportes, Ernesto Albán.


El marcador se abre

En los primeros días, los pesistas dan la cara:


Salvador Figueroa, plata.


José Luis Pacheco, bronce.

Ambos en la categoría gallo, en envión.


El basquetbol mexicano deja una postal única en el Poliedro de Caracas, con 5,000 espectadores como testigos. Al descanso del primer tiempo, México gana 47-36 a Estados Unidos. Suena increíble, pero es cierto. Claro, los norteamericanos habían salido con su equipo B. En la segunda mitad, ya con los titulares, empatan a 57 y ganan 74-63.

Julio Gallardo y Rafael Olguín, con 22 y 16 puntos respectivamente, se llevan los aplausos... aunque no el triunfo.


En el boxeo, el sorteo no tiene piedad. Al enterarse de que Luciano Solís enfrentará en su debut al cubano Adolfo Horta, bicampeón mundial y olímpico en peso pluma, Raúl “Ratón” Macías, presidente de la federación, suelta desde la butaca:


“Ah, caray, le tocó bailar con la más fea.”

Solís pierde, como era previsible, ante uno de los estilos más depurados del boxeo mundial.

La única medalla de México en el cuadrilátero será de bronce, ganada por Genaro León en peso welter.


La trampa y el trono

Los pesistas cubanos brillan. Daniel Núñez, el mismo que había impuesto un récord mundial en 1982, lo supera otra vez al levantar 139 kilogramos. Pero la hazaña dura poco. Los controles antidopaje detectan esteroides anabólicos en su sangre. También caen dos canadienses.

Los tres son expulsados y despojados de sus medallas. Y para Núñez, la sanción va más allá: no podrá ir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984.


Oro a última hora

La primera medalla dorada para México llega con el judoka Gerardo Padilla, campeón en la categoría de 65 kg. Luego cae una plata en adiestramiento ecuestre por equipos y un bronce en salto panamericano por equipos.

Daniel Aceves, en lucha grecorromana, consigue bronce en peso mosca, cayendo en semifinales ante el estadounidense Mark Fuller.


Y casi al cierre de los Juegos, México despierta en el medallero:


José Gómez, campeón en los 10 mil metros (29:14.75).


Eduardo Castro, oro en 5 mil metros.


Nilo Dzib, yucateco, primer lugar en vela, clase windglider.


En caminata:


Raúl González y Martín Bermúdez, oro y plata en los 50 km.


Ernesto Canto y Raúl González, oro y plata en los 20 km.


En ciclismo, Luis Rosendo Ramos gana la ruta de gran fondo individual.


En total: siete medallas de oro para México.

Eso alcanza para colocarse en el sexto lugar del medallero general, detrás de Estados Unidos (137 oros), Cuba (79), Canadá (18), Brasil (14) y Venezuela (12). Se queda por encima de Argentina, que solo gana dos.


Y sin futuro claro...

Los Juegos terminan y no hay sede definida para la siguiente edición. Se mencionan países: Cuba, Estados Unidos, Colombia, Canadá, Argentina.

Pero no hay certezas. Ni voluntarios.

La crisis organizativa es el espejo de lo que vendrá: un continente que duda, que compite pero no organiza, que gana oros pero pierde estabilidad.


Caracas 1983 deja una imagen viva: una madre corriendo por la pista para entregar la credencial a su hija. Y un país que, como ella, corre tarde, pero llega.





1983: Bergen, revancha y reafirmación


1983: El orden por decreto

24 de septiembre.

La caminata mexicana vuelve a la arena internacional con los ojos puestos en Los Ángeles 1984.

El escenario es la Copa Lugano, ahora disputada en Bergen, Noruega, tierra de bruma, orden y precisión. Pero ahí, a orillas del Mar del Norte, lo que se disputa no es el paisaje, sino la supremacía en la pista.


México llega con nombres ya inscritos en la historia: Ernesto Canto, Raúl González. Y con ellos, la responsabilidad de mantener a flote una tradición que viene de décadas atrás. El objetivo: confirmar que lo hecho en Helsinki no fue golpe de suerte.


Pero la marcha también tiene memoria.

Y Joseph Pribilinec, el andarín checoslovaco que fue vencido por Canto en el Mundial, viene por la revancha.


La prueba de 20 kilómetros se convierte en una carrera de precisión milimétrica.

Pribilinec, de paso largo y ritmo constante, impone condiciones desde el arranque. Canto lo sigue, pero no alcanza. El checoslovaco gana, con autoridad.

Canto es segundo. El soviético Anatoli Solomin, tercero.


No es una derrota catastrófica. Pero sí un golpe simbólico.

La cima es compartida. La hegemonía, discutida.


Donde no hay debate es en los 50 kilómetros.

Ahí, en esa distancia que define más que una medalla —define resistencia, paciencia, cabeza fría—, Raúl González vuelve a levantar la mano.

Después de los altibajos del año, del roce interno con sus compañeros, de los piques que desgastan más que entrenan, el regiomontano camina sin sombra.


Y gana.

Recupera el primer sitio.

Recupera su lugar.


No hay declaraciones estruendosas. Solo un gesto que lo dice todo: caminar adelante es la mejor respuesta.


Bergen, entonces, deja un balance mixto.

México no pierde, pero tampoco arrasa.

La marcha sigue siendo potencia, pero ya no en solitario.

Los Juegos Olímpicos se acercan, y el margen de error se acorta.


En Noruega, se confirman dos cosas:


Que la gloria es fugaz si no se la defiende paso a paso.


Y que Raúl González, cuando más se le necesita, llega a tiempo.


1983: El maratón que bajó del cielo


25 de septiembre.

La capital amanece distinta. No hay desfile oficial ni marcha sindical, pero las calles se llenan de cuerpos en movimiento, de pancartas hechas a mano, de niños encaramados en los hombros de sus padres.

La Ciudad de México se viste de fiesta para recibir la Primera Maratón Internacional, un evento que no solo inaugura una competencia: inaugura un rito urbano.


Miles de personas trotan hacia la ruta. Algunos para competir. Otros para aplaudir. Otros, simplemente para estar. Porque hay días que se corren, aunque no se compita.


El trayecto serpentea por avenidas emblemáticas. El aire es denso. La altitud, una sombra constante. Pero la ciudad respira atletismo.

Entre los corredores está Casimiro Reyes, mexicano, disciplinado, decidido. Cruza la meta con un tiempo de 2 horas, 29 minutos y 35 segundos. Ha ganado.


O eso parece.


Porque de pronto, aparecen otros...

Corredores “frescos”, recién bañados en sudor artificial, que se incorporaron en los kilómetros finales para simular la hazaña. Son bromistas, sí, pero también obstáculos: confunden a jueces, deslucen el momento, enturbian la épica.


Reyes tiene que esperar que la organización revise videos, cronometrajes y testimonios. Solo entonces se confirma su victoria. El maratón tiene ganador, pero también un llamado: profesionalizar la fiesta, sin matarle el alma.


En la meta también cruzan otros nombres, pero sobre todo, otras historias.

Los tarahumaras Cirilo Chacarita, Manuel Torres y Lázaro González han sido invitados a participar. Su zancada, breve y constante, parece traer siglos en cada pisada.


“La resistencia en este tipo de pruebas es algo que nos viene de allá arriba... un don que del cielo nos mandó el señor”, dice Chacarita, con sencillez sagrada.


Terminan la prueba. Sin aspavientos. Sin gesto de dolor.

Aunque confiesan, ya en el descanso:


“No que estemos cansados, pero sí que nos duelen los chamorros y las rodillas.”


Los sacaron de su medio ambiente natural, de su sierra y su silencio, para correr en el asfalto gris y tóxico de la capital.

Y aunque cumplieron, lo pagaron con molestias.

No fueron los más rápidos, pero sí los más sabios.


El maratón termina como comenzó: con la ciudad en movimiento.

Ni el caos ni los errores de logística logran borrar la imagen colectiva de miles de cuerpos respirando al mismo ritmo.

La ciudad corrió. Y lo hizo bien.



983: 50 años después, ¿a dónde va el deporte?


3 de octubre.

En el edificio de la Magdalena Mixhuca, sede de la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), se instala el estrado, se ajustan los micrófonos, se imprimen los discursos. Hay un aniversario que cumplir: el deporte organizado en México cumple 50 años de existencia.


El invitado de honor es el presidente de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, que llega sin estridencia, pero con expectativa. En el aire hay una mezcla de nostalgia y diagnóstico. Y en la voz del anfitrión, Pascual Ortiz Rubio, un discurso que no es solo de celebración, sino de rendición de cuentas.


El origen: deporte posrevolucionario

Ortiz Rubio comienza con el tono solemne de la historia:


“Hace 50 años el país surgía de la Revolución Mexicana y se iniciaba la etapa institucional... se formaban los cauces civiles y políticos para articular la democracia, se edificaban las principales obras de infraestructura... se sentaban las bases para la reconstrucción del México moderno.”


Y en ese contexto, añade, nació la Codeme, como parte de ese impulso cívico por estructurar todo: la nación, la política, y también el deporte.


El balance: expansión sin sustento

El presidente de la Codeme presenta cifras:


44 federaciones mexicanas integradas.


741 asociaciones agrupadas.


Miles de clubes, ligas y equipos bajo su cobijo.


Pero enseguida desmonta el espejismo:


“La mayoría de las federaciones y asociaciones no están constituidas legalmente... no cuentan con elementos administrativos, ni con estructura técnica para cumplir su función.”


Y sigue:


“Hay deficiencias en organización. Nuestros deportistas carecen de entrenadores capacitados, de implementos, de competencias frecuentes, de giras de fogueo.”


Cada federación, dice, dispone en promedio de 800 mil pesos al año, una cifra ridícula frente a las demandas reales del deporte moderno.


La propuesta: Red

Ortiz Rubio sabe que no puede quedarse solo en el diagnóstico. Y entonces presenta su plan: el Sistema Red, una iniciativa que ya había bosquejado meses atrás y que ahora formaliza.


“Expediremos una credencial a los deportistas... con ella tendrán un seguro de vida, gastos médicos, descuentos comerciales, acceso a instalaciones del IMSS, del Consejo Nacional de Recursos para la Juventud, de la UNAM...”


La Red, explica, no solo es un sistema de beneficios, sino un instrumento de planeación nacional. Permitirá identificar, clasificar y dar seguimiento a todos los deportistas del país con base en su nivel competitivo.


Suena ambicioso. También necesario.


El símbolo

Y como en todo acto político, hay símbolo:


Ortiz Rubio entrega la credencial 00001 del Sistema Red al presidente Miguel de la Madrid, con la inscripción:


“A don Miguel de la Madrid Hurtado, quien ocupó el primer lugar en la disciplina de total apoyo a la selección que representó a México en los Juegos Panamericanos de Caracas.”


Aplausos. Flashazos. Frases hechas.


Pero debajo de eso, hay una verdad que resuena:


“Somos herederos de 50 años de experiencia acumulada.”


Y también de 50 años de estructuras que ya no bastan.

Porque entre 1933 y 1983 hubo crecimiento, sí. Pero también deuda con el atleta, con el entrenador, con la cancha y con el tiempo.


La Codeme cumple medio siglo.

Y ahora debe decidir si seguirá siendo archivo de medallas pasadas, o motor real del futuro deportivo del país.




1983: Epílogo — De la cumbre al futuro


Diciembre.

En la sala de juntas del Comité Olímpico Mexicano, se celebra una asamblea extraordinaria para cerrar el año. El acto tiene un anuncio luminoso: la creación del Museo Olímpico y de la Academia Deportiva, ambas con sede en el CDOM.

El presidente del COM, Mario Vázquez Raña, lo presenta como un paso adelante en la preservación de la memoria y en la formación del futuro.


Pero no todos aplauden.


Josué Sáenz, ex presidente del COM y de la Codeme, pide la palabra. Rompe la solemnidad. Cuestiona:


“En las últimas ocho asambleas solo se ha leído el informe del presidente, pero no se ha comentado.”

Y remata con una frase que cala:

“El deporte nacional no ha avanzado nada.”


Propone lo que llama una generación continua de atletas, apoyada por sindicatos y asociaciones, que se integren al Comité Olímpico como una universidad del deporte.


No hay aplausos. Hay silencio. Y luego, rutina.


Ecos del año

El 29 de enero, dos figuras del boxeo suben al ring en Los Ángeles: José "Pipino" Cuevas y Roberto "Manos de Piedra" Durán.

Parece más una despedida que una pelea. El panameño gana por nocaut en el cuarto round.


“Da pena verlos pelear así”, dicen algunos cronistas. Y no es exageración.


En febrero, Alfonso "Houston" Jiménez, beisbolista mexicano, gana una batalla fuera del diamante: tras vencer legalmente a su exrepresentante, logra integrarse a los Mellizos de Minnesota. Es un caso pionero: el dictamen de la Secretaría del Trabajo obliga a respetar su contrato para jugar en Grandes Ligas.


El 19 de febrero, Fernando Valenzuela también gana, pero en el escritorio. El arbitraje de la MLB lo favorece frente a los Dodgers, y obtiene un contrato por un millón de dólares, el más alto otorgado por ese mecanismo en la historia de las Mayores.


México, sede de un Mundial

El 10 de mayo, en Estocolmo, la FIFA lo hace oficial: México será sede del Mundial de Futbol de 1986, tras la renuncia de Colombia.

La decisión cierra un proceso que incluyó hasta una consulta popular: de 100 mil encuestados, 80 mil dijeron que sí.


Fernando Alanís Camino, titular de la Subsecretaría del Deporte, no oculta su entusiasmo:


“Es una ocasión extraordinaria... de valor incalculable para promover la imagen de México.”


Un mes después, Brasil gana el Mundial Juvenil Sub-20 en el Estadio Azteca, venciendo 1-0 a Argentina. Pero el cierre casi se convierte en tragedia: cientos de globos estallan en el campo durante la premiación y varias edecanes sufren graves quemaduras. Una postal oscura entre luces.


Memoria sobre ruedas

En marzo, tres figuras del automovilismo mundial —Niki Lauda, Keke Rosberg y Andrea de Cesaris— visitan la Magdalena Mixhuca para develar un busto en honor a Ricardo y Pedro Rodríguez.

La placa lo dice todo:


“La familia automovilística rinde homenaje nacional a la memoria de los hermanos Ricardo y Pedro Rodríguez, dedicando este monumento a quienes con sus hazañas dieron gloria a México en el automovilismo deportivo mundial.”


Y en octubre, el Velódromo Olímpico cumple 15 años. Se celebra con una prueba especial en la que participan Germán y Manuel Youshimatz, quienes ganan en tres modalidades: australiana por puntos, australiana por eliminación y americana por parejas. La pista, todavía viva.


Los que vienen

Daniel Aceves, con 19 años, se confirma como la gran promesa de la lucha grecorromana mexicana. En 1983:


Gana los torneos Clark Flores, Agustín Briseño y Wilfredo Massieu.


Es subcampeón del torneo cubano Granma, donde lo reconocen como parte de la mejor lucha del campeonato, junto a Eduardo Miranda.


También es subcampeón en el torneo Concorde en EE.UU., cayendo ante el húngaro Kaba.


Y vence, al fin, a su némesis, el estadounidense Antonny Amado, por un claro 16–4.


Por su parte, Jesús Mena, con solo 15 años, continúa su ascenso. En Santo Domingo, en el Centroamericano y del Caribe, gana oro en trampolín de tres metros, plata en trampolín de un metro y en plataforma de 10.


Ese desempeño le da boleto al Campeonato Mundial juvenil en Hamilton, Nueva Zelanda, donde logra:


Campeonato mundial en trampolín de tres metros (juvenil A)


Subcampeonato en un metro


Sexto lugar en plataforma de 10


La nueva generación ya no espera su turno. La está tomando.


Un año de doble cara

1983 fue eso: transición, desorden, propuesta, gloria y sombra.

Fue el año del maratón fundacional en la Ciudad de México, de la revancha de Pribilinec sobre Canto, del regreso de Raúl González al podio, de la muerte lenta de un boxeo que no supo retirarse a tiempo, del triunfo legal de Fernando Valenzuela y del futuro que ya se entrena en las albercas y los colchones de lucha.


La estructura institucional se reorganiza. La Codeme cumple 50 años. El Sistema Red intenta ordenar el caos. Se crea un museo, se proyecta una academia.

Pero también se alzan voces —como la de Josué Sáenz— que recuerdan que el deporte no se construye solo con informes, sino con autocrítica, política pública y visión a largo plazo.


Y entonces, como cierre simbólico, la credencial 00001 del Sistema Red se le entrega al presidente Miguel de la Madrid, con una inscripción hecha a medida:


“Por su total apoyo a la selección mexicana en los Panamericanos de Caracas.”


El gesto es solemne. El reto es real.


Cierre del capítulo

1983 deja claro que el talento existe, pero la estructura aún tambalea.

El país empieza a construir vitrinas para sus glorias pasadas, mientras los atletas del presente piden pista, aire, tatami y soporte.


Y el futuro, como siempre, ya empezó a entrenar.