Pedro Díaz G.
Año nuevo, dirección nueva. El deporte mexicano entra en 1983 como quien intenta ordenar una bodega a oscuras. Se escucha el eco del discurso institucional, pero lo que se necesita es luz. Y sin embargo, desde los escritorios se insiste: vamos por buen camino. Se habla de control, de planeación, de reestructuras.
El nuevo director general de Educación Física es Abraham Ferreiro Toledano, quien sustituye a Marco Antonio Escalante. Cambio sin ruido. Pero cambio, al fin. Mientras tanto, Pascual Ortiz Rubio, presidente de la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), comienza a diseñar lo que llama un "sistema de autofinanciamiento nacional". Nombre clave: Sistema Red.
La idea: cada deportista, entrenador y dirigente aportará 30 pesos. El fondo resultante —unos 60 millones de pesos— servirá para cubrir gastos de giras, uniformes y competencias. Es un esfuerzo noble. También es un reflejo: el Estado comienza a deslindarse, el sistema pide que el deportista se pague a sí mismo.
Y ahí no termina el viraje. Ortiz Rubio exige la legalización inmediata de todas las federaciones deportivas, denuncia vacíos administrativos, carencias de estructura y entrenadores mal preparados. Se presenta como corrector, como gerente de una crisis institucional. Reforma estatutos, reactiva federaciones dormidas, unifica la charrería. Y todo eso —dice— es por el bien del deporte mexicano.
Pero, desde las pistas y los gimnasios, la historia se cuenta distinto.
Los andarines —nuestros atletas más laureados— compiten entre ellos, como si fueran rivales, no compañeros. La caminata, en vez de unir, separa. Raúl González, símbolo y resistencia, es atacado por los suyos en plena competencia. Ernesto Canto gana, pero no sin tensión. Y cuando hay gloria, como en Helsinki o en la Copa Lugano, es al precio de fracturas internas.
Mientras tanto, Caracas 1983 deja un sabor agridulce: siete oros para México, pero una sensación de que el país corre siempre un paso atrás del calendario. El ejemplo más claro: Gerardo Safa, nadador que rompe un récord de Felipe "Tibio" Muñoz… pero queda fuera de los Panamericanos porque nadie lo inscribió a tiempo.
Y en las oficinas del deporte, entre informes y ceremonias, hay aplausos para el pasado, promesas para el futuro… y silencio incómodo sobre el presente. Josué Sáenz, viejo lobo de mar olímpico, lo resume en una frase demoledora al cerrar el año:
“El deporte nacional no ha avanzado nada.”
Puede ser exagerado. Pero no es mentira.
Porque 1983 no fue un año sin triunfos. Al contrario: hubo medallas, hubo atletas emergentes, hubo gestos de resistencia. Pero fue también el año en que la estructura empezó a pesar más que el talento.
Y eso —en un país de atletas con hambre— puede ser la peor forma de derrota.
1983: El orden por decreto
Año nuevo, dirección nueva. El deporte mexicano abre 1983 con el nombramiento de un nuevo titular al frente de la Dirección General de Educación Física: el profesor Abraham Ferreiro Toledano sustituye a Marco Antonio Escalante, en lo que parece ser, más que un relevo, un reacomodo dentro de la maquinaria institucional del país.
Desde la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), el mensaje es claro: no hay margen para la pasividad. Lo deja en claro Pascual Ortiz Rubio, presidente del organismo, quien once meses después de tomar posesión anuncia lo que llama una “operación nacional de autofinanciamiento”. El nombre del proyecto: Sistema Red. Su lógica: que cada deportista, entrenador y dirigente del país aporte 30 pesos para nutrir un fondo que permita sostener las actividades nacionales e internacionales del año.
La meta: 60 millones de pesos.
“Será un recio apoyo para cubrir las necesidades deportivas en cuestión de uniformes, giras, etcétera”, explica Ortiz Rubio, mientras trata de conciliar una demanda presupuestal creciente con el discurso de austeridad que ya marca el gobierno de Miguel de la Madrid.
Pero hay más: el llamado al orden.
Ortiz Rubio insiste en la legalización de federaciones y en la necesidad de que todas las agrupaciones cuenten con comités ejecutivos debidamente protocolizados. Es un grito institucional, pero también político: recuperar el control y centralizar la voz del deporte.
“Ya es tiempo de que la Confederación camine en común acuerdo con todas sus federaciones, para el bien del deporte mexicano”, declara con tono enfático.
Y hay datos concretos que lo respaldan: en menos de un año, nueve federaciones han sido renovadas, entre ellas las de gimnasia, basquetbol, béisbol, atletismo, ciclismo, canotaje, y charros. Esta última, en particular, marca un hito simbólico: se logra la unificación de las federaciones Mexicana y Nacional de charrería, que permanecían divididas desde 1980. No es poca cosa.
En tiempos de reorganización nacional, la Codeme quiere ser ejemplo. Ordenar, modernizar, reglamentar. Suena bien en el papel. Pero falta ver si esa estructura también encuentra eco en las pistas, las canchas, las albercas, los gimnasios.
Porque si algo ha enseñado la historia del deporte mexicano es que el orden no basta. Hace falta pasión. Hace falta proyecto. Hace falta verdad.
1983: Caminata de oro, pasos divididos
La Semana Internacional de Caminata se ha vuelto tradición. Desde hace siete años, cada mes de abril, México abre sus calles, pistas y avenidas al andar firme de los mejores marchistas del mundo. Pero en 1983, más que una fiesta atlética, lo que se vive es una guerra entre pares. Una batalla silenciosa dentro del mismo equipo.
Todo comienza el 10 de abril, en Guadalajara, con la prueba de los 20 kilómetros. Ahí, Ernesto Canto impone condiciones con un tiempo de 1:25.50. Detrás de él llegan Raúl González y Félix Gómez. Podio mexicano, sí. Pero no hay abrazos. No hay sonrisas. La tensión se palpa desde la meta.
El circuito se traslada tres días después a Jalapa. En la prueba de la hora, ningún mexicano estelar participa. El triunfo es para el noruego Erling Andersen, quien cubre 14 kilómetros, 130 metros y 78 centímetros.
En la rama femenil, se impone la sueca Siv Gustavsson con 24:27.8 en los 3 kilómetros, seguida de Estela Rodarte y María de la Luz Colín. La caminata femenina también deja constancia de su crecimiento.
Un nombre nuevo aparece en escena: Carlos Mercenario. Gana los 10 kilómetros con un tiempo de 46:32.5 en la pista de la Ciudad Deportiva Magdalena Mixhuca. Un prospecto. Una promesa. Pero todavía un paso atrás de los consagrados.
Y entonces, el 17 de abril, en el autódromo de la Magdalena Mixhuca, sucede algo que va más allá del cronómetro.
Es la prueba reina: los 50 kilómetros.
El europeo Andersen, flamante campeón continental, lidera con solvencia. Detrás de él, los mexicanos no compiten contra él… compiten entre sí.
Félix Gómez, Arturo Bravo, Ernesto Canto... todos se lanzan contra Raúl González. Lo acosan. Lo "tironean". Lo cercan como si fuera un intruso. Y Raúl, el veterano, el símbolo, el rebelde, empieza a quedarse atrás.
Cuando se han cubierto 32 kilómetros, parece vencido.
Andersen acelera, confiado. Cree que el pleito interno le ha abierto el camino.
Pero González no está listo para rendirse.
En los últimos tres kilómetros, lanza un contraataque feroz. Pasa uno a uno a sus compatriotas. Luego a Andersen. Gana. Remata. Y habla:
“Ya es momento de olvidarnos de enfrentamientos entre nosotros que a nada conducen. No tiene sentido acabarnos en las competencias selectivas, porque está visto quién es quién en la caminata en México”.
Sus palabras caen como bofetada.
Andersen, desconcertado, pregunta en voz alta por qué los mexicanos se destruyen entre ellos en lugar de aliarse. Y Raúl, sereno, reconoce lo que todos sabían pero nadie decía:
“Sí. Hay un pique deportivo entre nosotros.”
El mensaje está dado. No al extranjero. A casa.
Tres semanas más tarde, el 8 de mayo, Raúl lo confirma en tierras lejanas.
Gana en Brodebady, Checoslovaquia, la prueba de los 50 kilómetros. Participan 46 atletas de once países. Su tiempo: 3 horas, 51 minutos y 37 segundos.
Sin polémicas, sin jalones. Solo pasos.
Solo marcha.
1983: Oro en Helsinki, alerta en casa
7 de agosto.
Parten diez atletas mexicanos rumbo a Helsinki, sede del primer Campeonato Mundial de Atletismo organizado por la IAAF. El grupo es pequeño pero cargado de experiencia, resistencia y ambición.
Van Rodolfo Gómez y José Gómez a los 10 mil metros.
Acompañan Antonio Villanueva, Carlos Victorino y María Luisa Ronquillo, maratonistas de fondo.
Y el bloque más fuerte: la marcha. Cinco nombres que definen una época: Ernesto Canto, Raúl González, Félix Gómez, Martín Bermúdez y Enrique Vera.
Antes de abordar el avión, Rodolfo Gómez, referente del fondo mexicano, lanza una advertencia:
“Propongo crear un centro de alto nivel exclusivo para los mexicanos. En el CDOM no se puede entrenar sin el peligro de ser espiados.”
No es paranoia. Es experiencia.
Algunos atletas han detectado la presencia de extranjeros grabando entrenamientos, tomando notas, filmando rutinas. No vienen a competir. Vienen a estudiar. A copiar. A entender por qué México domina la caminata.
La molestia no es menor. Se sienten expuestos, usados, vulnerables. El secreto de su esfuerzo —ese que no se mide en cronómetro, sino en kilómetros de silencio y sudor— corre el riesgo de ser exportado sin crédito.
Y entonces, ya en Helsinki, el país encuentra una bocanada de orgullo:
Ernesto Canto se impone en la prueba de 20 kilómetros marcha con un tiempo de 1:20.49. Vence al favorito, el checoslovaco Joseph Pribilinec, por diez segundos.
Es un golpe de autoridad. De técnica. De temple. De México.
Raúl González y Enrique Vera terminan en las posiciones nueve y diez, respectivamente. El podio no es tricolor, pero sí contundente.
En los 50 kilómetros, la revancha no llega para Raúl: queda quinto.
No hay más para México en ese Mundial.
Pero el mensaje es claro: seguimos arriba, pero no tan lejos.
El resto del mundo observa. Estudia. Se prepara.
Y si no se cuida el trabajo desde adentro —como dice Rodolfo Gómez—, el camino hacia la cima puede volverse de bajada.
1983: El nado que llegó tarde
Algo pasa en Clovis, California, durante un torneo universitario de natación. No es un campeonato mundial, ni siquiera un evento de gran cobertura mediática. Pero lo que ocurre ahí mueve las aguas estancadas del deporte mexicano.
Gerardo M. Safa, joven nadador mexicano radicado en Estados Unidos, estudiante de la Universidad Metodista del Sur, se lanza al agua en la prueba de 200 metros nado de pecho. La recorre en 2 minutos, 24 segundos y 07 centésimas.
Con ese tiempo, borra de los libros el récord más añejo de la natación nacional: el que había impuesto nada menos que Felipe "Tibio" Muñoz, el campeón olímpico de México en 1968. El “Tibio” tenía la marca desde hacía quince años: 2:25.99. Nadie la había tocado.
Hasta que llega Safa.
Un nombre desconocido para muchos. Un talento formado fuera. Un mexicano que, desde la liga universitaria de Estados Unidos, da un golpe de calidad.
Una marca que grita selección. Que pide boleto. Que merece uniforme.
Pero ya es tarde.
Los Juegos Panamericanos de Caracas están a días de arrancar. La fecha límite de registros ha pasado.
Y el sistema, como tantas veces, no reacciona a tiempo.
No hay lugar para Gerardo.
No importa que tenga el récord. No importa que sea la mejor carta del momento.
La burocracia cierra la puerta. Y la alberca se queda sin su mejor brazada.
No fue falta de talento. Fue falta de reflejos.
Y eso —en la natación como en la administración— cuesta podios.
1983: Panamericanos de Caracas — El viaje, la pista y el podio
7 de agosto.
Rugen los motores del Boeing 10503 en el hangar de la Defensa Nacional. A bordo, viajan los atletas mexicanos rumbo a los Juegos Panamericanos de Caracas. El protocolo militar da paso al nervio deportivo, pero un episodio inesperado roba el centro de atención: Karla del Sol, gimnasta de apenas 15 años, ha olvidado su credencial. El vuelo está por cerrar escotillas cuando su madre, desesperada, rompe el protocolo, corre por la pista y alcanza el avión en el último instante para entregarle el documento... y una bendición.
Un gesto. Un símbolo. Y luego, el despegue.
El país que recibe a los atletas mexicanos es Venezuela, que en pleno bicentenario de Simón Bolívar, lucha contra su propia crisis económica para cumplir como anfitrión. El 14 de agosto, ante 3,426 atletas de 36 países, se inaugura oficialmente la justa continental. En su discurso, el presidente Luis Herrera Campins admite lo que ya es evidente: los juegos crecieron más allá de lo razonable.
“Aquí se disputan más deportes que en unos Juegos Olímpicos”, dirá después Mario Vázquez Raña, reelecto como presidente de la ODEPA, advirtiendo que de continuar esta expansión, “ningún país podrá organizarlos”.
Y de hecho, la historia le da la razón casi de inmediato: Ecuador, que había recibido la sede para 1987 luego de la renuncia de Chile, también declina.
“No hay dinero”, dice sin rodeos su ministro de Educación y Deportes, Ernesto Albán.
El marcador se abre
En los primeros días, los pesistas dan la cara:
Salvador Figueroa, plata.
José Luis Pacheco, bronce.
Ambos en la categoría gallo, en envión.
El basquetbol mexicano deja una postal única en el Poliedro de Caracas, con 5,000 espectadores como testigos. Al descanso del primer tiempo, México gana 47-36 a Estados Unidos. Suena increíble, pero es cierto. Claro, los norteamericanos habían salido con su equipo B. En la segunda mitad, ya con los titulares, empatan a 57 y ganan 74-63.
Julio Gallardo y Rafael Olguín, con 22 y 16 puntos respectivamente, se llevan los aplausos... aunque no el triunfo.
En el boxeo, el sorteo no tiene piedad. Al enterarse de que Luciano Solís enfrentará en su debut al cubano Adolfo Horta, bicampeón mundial y olímpico en peso pluma, Raúl “Ratón” Macías, presidente de la federación, suelta desde la butaca:
“Ah, caray, le tocó bailar con la más fea.”
Solís pierde, como era previsible, ante uno de los estilos más depurados del boxeo mundial.
La única medalla de México en el cuadrilátero será de bronce, ganada por Genaro León en peso welter.
La trampa y el trono
Los pesistas cubanos brillan. Daniel Núñez, el mismo que había impuesto un récord mundial en 1982, lo supera otra vez al levantar 139 kilogramos. Pero la hazaña dura poco. Los controles antidopaje detectan esteroides anabólicos en su sangre. También caen dos canadienses.
Los tres son expulsados y despojados de sus medallas. Y para Núñez, la sanción va más allá: no podrá ir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984.
Oro a última hora
La primera medalla dorada para México llega con el judoka Gerardo Padilla, campeón en la categoría de 65 kg. Luego cae una plata en adiestramiento ecuestre por equipos y un bronce en salto panamericano por equipos.
Daniel Aceves, en lucha grecorromana, consigue bronce en peso mosca, cayendo en semifinales ante el estadounidense Mark Fuller.
Y casi al cierre de los Juegos, México despierta en el medallero:
José Gómez, campeón en los 10 mil metros (29:14.75).
Eduardo Castro, oro en 5 mil metros.
Nilo Dzib, yucateco, primer lugar en vela, clase windglider.
En caminata:
Raúl González y Martín Bermúdez, oro y plata en los 50 km.
Ernesto Canto y Raúl González, oro y plata en los 20 km.
En ciclismo, Luis Rosendo Ramos gana la ruta de gran fondo individual.
En total: siete medallas de oro para México.
Eso alcanza para colocarse en el sexto lugar del medallero general, detrás de Estados Unidos (137 oros), Cuba (79), Canadá (18), Brasil (14) y Venezuela (12). Se queda por encima de Argentina, que solo gana dos.
Y sin futuro claro...
Los Juegos terminan y no hay sede definida para la siguiente edición. Se mencionan países: Cuba, Estados Unidos, Colombia, Canadá, Argentina.
Pero no hay certezas. Ni voluntarios.
La crisis organizativa es el espejo de lo que vendrá: un continente que duda, que compite pero no organiza, que gana oros pero pierde estabilidad.
Caracas 1983 deja una imagen viva: una madre corriendo por la pista para entregar la credencial a su hija. Y un país que, como ella, corre tarde, pero llega.
1983: Bergen, revancha y reafirmación
1983: El orden por decreto
24 de septiembre.
La caminata mexicana vuelve a la arena internacional con los ojos puestos en Los Ángeles 1984.
El escenario es la Copa Lugano, ahora disputada en Bergen, Noruega, tierra de bruma, orden y precisión. Pero ahí, a orillas del Mar del Norte, lo que se disputa no es el paisaje, sino la supremacía en la pista.
México llega con nombres ya inscritos en la historia: Ernesto Canto, Raúl González. Y con ellos, la responsabilidad de mantener a flote una tradición que viene de décadas atrás. El objetivo: confirmar que lo hecho en Helsinki no fue golpe de suerte.
Pero la marcha también tiene memoria.
Y Joseph Pribilinec, el andarín checoslovaco que fue vencido por Canto en el Mundial, viene por la revancha.
La prueba de 20 kilómetros se convierte en una carrera de precisión milimétrica.
Pribilinec, de paso largo y ritmo constante, impone condiciones desde el arranque. Canto lo sigue, pero no alcanza. El checoslovaco gana, con autoridad.
Canto es segundo. El soviético Anatoli Solomin, tercero.
No es una derrota catastrófica. Pero sí un golpe simbólico.
La cima es compartida. La hegemonía, discutida.
Donde no hay debate es en los 50 kilómetros.
Ahí, en esa distancia que define más que una medalla —define resistencia, paciencia, cabeza fría—, Raúl González vuelve a levantar la mano.
Después de los altibajos del año, del roce interno con sus compañeros, de los piques que desgastan más que entrenan, el regiomontano camina sin sombra.
Y gana.
Recupera el primer sitio.
Recupera su lugar.
No hay declaraciones estruendosas. Solo un gesto que lo dice todo: caminar adelante es la mejor respuesta.
Bergen, entonces, deja un balance mixto.
México no pierde, pero tampoco arrasa.
La marcha sigue siendo potencia, pero ya no en solitario.
Los Juegos Olímpicos se acercan, y el margen de error se acorta.
En Noruega, se confirman dos cosas:
Que la gloria es fugaz si no se la defiende paso a paso.
Y que Raúl González, cuando más se le necesita, llega a tiempo.
1983: El maratón que bajó del cielo
25 de septiembre.
La capital amanece distinta. No hay desfile oficial ni marcha sindical, pero las calles se llenan de cuerpos en movimiento, de pancartas hechas a mano, de niños encaramados en los hombros de sus padres.
La Ciudad de México se viste de fiesta para recibir la Primera Maratón Internacional, un evento que no solo inaugura una competencia: inaugura un rito urbano.
Miles de personas trotan hacia la ruta. Algunos para competir. Otros para aplaudir. Otros, simplemente para estar. Porque hay días que se corren, aunque no se compita.
El trayecto serpentea por avenidas emblemáticas. El aire es denso. La altitud, una sombra constante. Pero la ciudad respira atletismo.
Entre los corredores está Casimiro Reyes, mexicano, disciplinado, decidido. Cruza la meta con un tiempo de 2 horas, 29 minutos y 35 segundos. Ha ganado.
O eso parece.
Porque de pronto, aparecen otros...
Corredores “frescos”, recién bañados en sudor artificial, que se incorporaron en los kilómetros finales para simular la hazaña. Son bromistas, sí, pero también obstáculos: confunden a jueces, deslucen el momento, enturbian la épica.
Reyes tiene que esperar que la organización revise videos, cronometrajes y testimonios. Solo entonces se confirma su victoria. El maratón tiene ganador, pero también un llamado: profesionalizar la fiesta, sin matarle el alma.
En la meta también cruzan otros nombres, pero sobre todo, otras historias.
Los tarahumaras Cirilo Chacarita, Manuel Torres y Lázaro González han sido invitados a participar. Su zancada, breve y constante, parece traer siglos en cada pisada.
“La resistencia en este tipo de pruebas es algo que nos viene de allá arriba... un don que del cielo nos mandó el señor”, dice Chacarita, con sencillez sagrada.
Terminan la prueba. Sin aspavientos. Sin gesto de dolor.
Aunque confiesan, ya en el descanso:
“No que estemos cansados, pero sí que nos duelen los chamorros y las rodillas.”
Los sacaron de su medio ambiente natural, de su sierra y su silencio, para correr en el asfalto gris y tóxico de la capital.
Y aunque cumplieron, lo pagaron con molestias.
No fueron los más rápidos, pero sí los más sabios.
El maratón termina como comenzó: con la ciudad en movimiento.
Ni el caos ni los errores de logística logran borrar la imagen colectiva de miles de cuerpos respirando al mismo ritmo.
La ciudad corrió. Y lo hizo bien.
983: 50 años después, ¿a dónde va el deporte?
3 de octubre.
En el edificio de la Magdalena Mixhuca, sede de la Confederación Deportiva Mexicana (Codeme), se instala el estrado, se ajustan los micrófonos, se imprimen los discursos. Hay un aniversario que cumplir: el deporte organizado en México cumple 50 años de existencia.
El invitado de honor es el presidente de la República, Miguel de la Madrid Hurtado, que llega sin estridencia, pero con expectativa. En el aire hay una mezcla de nostalgia y diagnóstico. Y en la voz del anfitrión, Pascual Ortiz Rubio, un discurso que no es solo de celebración, sino de rendición de cuentas.
El origen: deporte posrevolucionario
Ortiz Rubio comienza con el tono solemne de la historia:
“Hace 50 años el país surgía de la Revolución Mexicana y se iniciaba la etapa institucional... se formaban los cauces civiles y políticos para articular la democracia, se edificaban las principales obras de infraestructura... se sentaban las bases para la reconstrucción del México moderno.”
Y en ese contexto, añade, nació la Codeme, como parte de ese impulso cívico por estructurar todo: la nación, la política, y también el deporte.
El balance: expansión sin sustento
El presidente de la Codeme presenta cifras:
44 federaciones mexicanas integradas.
741 asociaciones agrupadas.
Miles de clubes, ligas y equipos bajo su cobijo.
Pero enseguida desmonta el espejismo:
“La mayoría de las federaciones y asociaciones no están constituidas legalmente... no cuentan con elementos administrativos, ni con estructura técnica para cumplir su función.”
Y sigue:
“Hay deficiencias en organización. Nuestros deportistas carecen de entrenadores capacitados, de implementos, de competencias frecuentes, de giras de fogueo.”
Cada federación, dice, dispone en promedio de 800 mil pesos al año, una cifra ridícula frente a las demandas reales del deporte moderno.
La propuesta: Red
Ortiz Rubio sabe que no puede quedarse solo en el diagnóstico. Y entonces presenta su plan: el Sistema Red, una iniciativa que ya había bosquejado meses atrás y que ahora formaliza.
“Expediremos una credencial a los deportistas... con ella tendrán un seguro de vida, gastos médicos, descuentos comerciales, acceso a instalaciones del IMSS, del Consejo Nacional de Recursos para la Juventud, de la UNAM...”
La Red, explica, no solo es un sistema de beneficios, sino un instrumento de planeación nacional. Permitirá identificar, clasificar y dar seguimiento a todos los deportistas del país con base en su nivel competitivo.
Suena ambicioso. También necesario.
El símbolo
Y como en todo acto político, hay símbolo:
Ortiz Rubio entrega la credencial 00001 del Sistema Red al presidente Miguel de la Madrid, con la inscripción:
“A don Miguel de la Madrid Hurtado, quien ocupó el primer lugar en la disciplina de total apoyo a la selección que representó a México en los Juegos Panamericanos de Caracas.”
Aplausos. Flashazos. Frases hechas.
Pero debajo de eso, hay una verdad que resuena:
“Somos herederos de 50 años de experiencia acumulada.”
Y también de 50 años de estructuras que ya no bastan.
Porque entre 1933 y 1983 hubo crecimiento, sí. Pero también deuda con el atleta, con el entrenador, con la cancha y con el tiempo.
La Codeme cumple medio siglo.
Y ahora debe decidir si seguirá siendo archivo de medallas pasadas, o motor real del futuro deportivo del país.
1983: Epílogo — De la cumbre al futuro
Diciembre.
En la sala de juntas del Comité Olímpico Mexicano, se celebra una asamblea extraordinaria para cerrar el año. El acto tiene un anuncio luminoso: la creación del Museo Olímpico y de la Academia Deportiva, ambas con sede en el CDOM.
El presidente del COM, Mario Vázquez Raña, lo presenta como un paso adelante en la preservación de la memoria y en la formación del futuro.
Pero no todos aplauden.
Josué Sáenz, ex presidente del COM y de la Codeme, pide la palabra. Rompe la solemnidad. Cuestiona:
“En las últimas ocho asambleas solo se ha leído el informe del presidente, pero no se ha comentado.”
Y remata con una frase que cala:
“El deporte nacional no ha avanzado nada.”
Propone lo que llama una generación continua de atletas, apoyada por sindicatos y asociaciones, que se integren al Comité Olímpico como una universidad del deporte.
No hay aplausos. Hay silencio. Y luego, rutina.
Ecos del año
El 29 de enero, dos figuras del boxeo suben al ring en Los Ángeles: José "Pipino" Cuevas y Roberto "Manos de Piedra" Durán.
Parece más una despedida que una pelea. El panameño gana por nocaut en el cuarto round.
“Da pena verlos pelear así”, dicen algunos cronistas. Y no es exageración.
En febrero, Alfonso "Houston" Jiménez, beisbolista mexicano, gana una batalla fuera del diamante: tras vencer legalmente a su exrepresentante, logra integrarse a los Mellizos de Minnesota. Es un caso pionero: el dictamen de la Secretaría del Trabajo obliga a respetar su contrato para jugar en Grandes Ligas.
El 19 de febrero, Fernando Valenzuela también gana, pero en el escritorio. El arbitraje de la MLB lo favorece frente a los Dodgers, y obtiene un contrato por un millón de dólares, el más alto otorgado por ese mecanismo en la historia de las Mayores.
México, sede de un Mundial
El 10 de mayo, en Estocolmo, la FIFA lo hace oficial: México será sede del Mundial de Futbol de 1986, tras la renuncia de Colombia.
La decisión cierra un proceso que incluyó hasta una consulta popular: de 100 mil encuestados, 80 mil dijeron que sí.
Fernando Alanís Camino, titular de la Subsecretaría del Deporte, no oculta su entusiasmo:
“Es una ocasión extraordinaria... de valor incalculable para promover la imagen de México.”
Un mes después, Brasil gana el Mundial Juvenil Sub-20 en el Estadio Azteca, venciendo 1-0 a Argentina. Pero el cierre casi se convierte en tragedia: cientos de globos estallan en el campo durante la premiación y varias edecanes sufren graves quemaduras. Una postal oscura entre luces.
Memoria sobre ruedas
En marzo, tres figuras del automovilismo mundial —Niki Lauda, Keke Rosberg y Andrea de Cesaris— visitan la Magdalena Mixhuca para develar un busto en honor a Ricardo y Pedro Rodríguez.
La placa lo dice todo:
“La familia automovilística rinde homenaje nacional a la memoria de los hermanos Ricardo y Pedro Rodríguez, dedicando este monumento a quienes con sus hazañas dieron gloria a México en el automovilismo deportivo mundial.”
Y en octubre, el Velódromo Olímpico cumple 15 años. Se celebra con una prueba especial en la que participan Germán y Manuel Youshimatz, quienes ganan en tres modalidades: australiana por puntos, australiana por eliminación y americana por parejas. La pista, todavía viva.
Los que vienen
Daniel Aceves, con 19 años, se confirma como la gran promesa de la lucha grecorromana mexicana. En 1983:
Gana los torneos Clark Flores, Agustín Briseño y Wilfredo Massieu.
Es subcampeón del torneo cubano Granma, donde lo reconocen como parte de la mejor lucha del campeonato, junto a Eduardo Miranda.
También es subcampeón en el torneo Concorde en EE.UU., cayendo ante el húngaro Kaba.
Y vence, al fin, a su némesis, el estadounidense Antonny Amado, por un claro 16–4.
Por su parte, Jesús Mena, con solo 15 años, continúa su ascenso. En Santo Domingo, en el Centroamericano y del Caribe, gana oro en trampolín de tres metros, plata en trampolín de un metro y en plataforma de 10.
Ese desempeño le da boleto al Campeonato Mundial juvenil en Hamilton, Nueva Zelanda, donde logra:
Campeonato mundial en trampolín de tres metros (juvenil A)
Subcampeonato en un metro
Sexto lugar en plataforma de 10
La nueva generación ya no espera su turno. La está tomando.
Un año de doble cara
1983 fue eso: transición, desorden, propuesta, gloria y sombra.
Fue el año del maratón fundacional en la Ciudad de México, de la revancha de Pribilinec sobre Canto, del regreso de Raúl González al podio, de la muerte lenta de un boxeo que no supo retirarse a tiempo, del triunfo legal de Fernando Valenzuela y del futuro que ya se entrena en las albercas y los colchones de lucha.
La estructura institucional se reorganiza. La Codeme cumple 50 años. El Sistema Red intenta ordenar el caos. Se crea un museo, se proyecta una academia.
Pero también se alzan voces —como la de Josué Sáenz— que recuerdan que el deporte no se construye solo con informes, sino con autocrítica, política pública y visión a largo plazo.
Y entonces, como cierre simbólico, la credencial 00001 del Sistema Red se le entrega al presidente Miguel de la Madrid, con una inscripción hecha a medida:
“Por su total apoyo a la selección mexicana en los Panamericanos de Caracas.”
El gesto es solemne. El reto es real.
Cierre del capítulo
1983 deja claro que el talento existe, pero la estructura aún tambalea.
El país empieza a construir vitrinas para sus glorias pasadas, mientras los atletas del presente piden pista, aire, tatami y soporte.
Y el futuro, como siempre, ya empezó a entrenar.
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